Capítulo XXII
De los prolegómenos de un viaje oficial
Bracamonte
se ha levantado hoy algo más temprano que de costumbre, a las seis de la
mañana; y al tratar de darle la vuelta a una de las zapatillas, que se le
resistía sobre la alfombrilla del dormitorio, se le ha escapado una
ventosidad...
-¡Ay, por Dios! –exclama su señora desde la cama-
Él,
ni se inmuta; sencillamente, encamina sus pasos hacia el cuarto de baño,
contiguo al dormitorio y, sin abrir todavía los ojos, se baja el pantalón del
pijama, de color marrón oscuro, y se
deja caer sobre la taza del retrete. No tarda ni un minuto en aliviarse del
todo y tira rápido de la cisterna; se gira entonces sobre su eje sin mover los
pies, como dando un paso de chotis y, mientras suena todavía el agua en el
inodoro, corre la persiana de un ventanuco... Trata de comprobar el estado de
la mañana, si ha amanecido ya, y observa
que todavía es noche cerrada. Se frota entonces las manos, se vuelve a meter en
la cama, se coloca del lado derecho y se tira otra ventosidad, esta vez a
sabiendas y con energía.
-¡Ay, por Dios, por Dios! –reitera
la señora, aún en el lecho-
Bracamonte se medio vuelve, la mira de reojo y murmulla algo que sólo puede entender ella,
que le contesta con rotundidad y un cierto maternalismo.
-Modera el lenguaje; sal de la cama
y tómate las pastillas antes de que te suban el café.
El
dictador vuelve a murmullar mientras obedece y se incorpora. Ya de nuevo con
las zapatillas y en pie, emprende una
carrerilla con trompicones camino de su despacho, al fondo del pasillo. Antes
de abrir la puerta, piensa que no se ha lavado las manos y la cara; y, lo que
es más grave, tampoco el culo; así que, da la vuelta sobre sus propios pasos y
regresa al dormitorio, se quita el pijama con rapidez y, sin pensarlo
demasiado, lo tira literalmente y con energía sobre la cama.
¿Qué
le ha parecido a usted el despertar del Dictador? Como el de cualquier ser humano que viste,
calza y hace popó... ¿No cree?
Si
usted me acompaña ahora, le puedo mostrar lo que está sucediendo en el otro extremo de la residencia oficial
de Bracamonte...
Fulgencio
Piedra, chofer del dictador desde la guerra de África y recién ascendido a
brigada chusquero, saca brillo a un Rolls Royce negro dentro de una cochera que
huele a gasolina por todas partes y a orín en las esquinas. Con su propio vaho
y un trapo bien seco, al señor Piedra no le resulta muy complicada la
operación; sólo cuando descubre alguna adherencia de origen indefinido. Es
entonces cuando utiliza el escupitajo como fórmula más precisa y contundente,
que el Caudillo –piensa- se lo merece todo.
(Ilustración nº
23 - Fotos 21 y 27 –coche oficial y Rolls Royce - A toda página)
Hoy le toca llevar a Bracamonte a la sierra de
Cazorla, en el corazón de una de las comarcas más bellas de Jaén, al norte de
la Urcitania, donde el gobernador de la provincia, Aceituno Solariego, le ha
montado –valga la redundancia- una montería por todo lo alto. Será la última
antes de la visita oficial a Ciudad Dorada, prevista para el próximo lunes.
Como hoy es viernes, a Fulgencio Piedra se le hace agua la boca; sabe que
comerá perdices de perdigón, beberá buen vino de la tierra y dormirá en la
posada de Lucrecia, la más limpia y nombrada del lugar. Está convencido de que
el Caudillo no regresará a la capital en todo el fin de semana.
-Tendría entonces que retornar nuevamente el mismo lunes para su
visita a Ciudad Dorada. –le comenta al mecánico,
Nicolás Palomino-. Dormirá, pues, los próximos dos días –trata de
auto-convencerse- en la caseta forestal.
No
está muy descaminado Fulgencio en sus intuiciones y apetencias, porque acaba de
entrar en la cochera el ayudante del
Cuarto Militar de su Excelencia, Niceto Bretones, quien ordena a los
subalternos que preparen también los otros dos vehículos de paseo, incluido el
negro descapotable de Hitler -concreta- para el viaje a Cazorla. No ha
confirmado que de allí irán a la otra provincia del sur, pero está clarísimo;
de ahí que Fulgencio imprima, con satisfacción y profesionalidad, más ritmo al
lustre del coche y más fuerza a sus
escupitajos sobre las manchitas sospechosas.
Bracamonte
hace media hora que se ha tomado su segundo café y su tercera tostada con
aceite de oliva virgen de Baeza y mucho azúcar de Adra, que se las traen a propósito
para su salud, que para eso “la dieta mediterránea” ya la descubrieron las
mujeres del cuaternario.
El
Dictador permanece ahora sentado en un sillón de su despacho, al otro lado de
la mesa del escritorio, y puede usted ver que se ha vestido de un verde
indefinido, color mugre, diría un experto. Sostiene sobre las piernas un
sombrero del mismo color y, en el otro sillón contiguo, se visualiza un capote
caqui de doble paño; el mismo que utilizó en la última montería de La Carolina,
hace hoy tres semanas y un día.
Por
unos instantes, Bracamonte se siente aparcado en el sillón, como el coche que
bruñe Fulgencio en la cochera, pero sin vaho y escupitajos, de momento. Se ha
sentado donde está casi por instinto y espera que alguien le diga algo. Sin
haber escuchado una proximidad sigilosa, entra su mujer en la inmensa estancia
rectangular repleta de tapices con escenas de caza y, tocándose las aletas de
la nariz, somatiza un cierto olor ambiental, más bien peste, entre a zorruno,
caca y alcanfor.
-¡Ay, por Dios, hombre bendito! –exclama, para añadir-. Podías
ventilar de vez en cuando el despacho y, de paso, tu abrigo, que huele a manta
zamorana...
El
Caudillo no ha movido ni un músculo de la cara ni de las orejas. Su mente está
ocupada en asuntos de mayor rango y más trascendencia. ¿Qué le importan a él
los olores ambientales de un despacho? Nada. Lo contundente –no tiene duda- es
la brisa del mar y la bruma de un bosque antes de despuntar la mañana en
cualquier época del año, que para olores nauseabundos y vomitivos los del
cuartel con sus letrinas o los del campo de batalla con sus muertos.
-¡Qué sabrás tú! –responde a su señora,
sabiendo lo que dice-
-¡Qué sabré yo...! ¿De qué? –contesta ella, en tono impertinente-
Obtiene entonces de su marido, sin inmutarse, un
silencio por respuesta.
Al
otro lado de la residencia, Fulgencio Piedra deposita su último escupitajo
sobre el faro izquierdo del coche y exclama como final de la tarea bien
hecha...
-¡A tomar por culo..!
El
chofer se ha quedado unos segundos observando el vehículo; ahora lo rodea sin
apartar la mirada, como si se tratara de una obra de arte y, además, suya.
Trescientos
treinta y cinco kilómetros al sur de la cochera, Aceituno Solariego descuelga
el teléfono de la mesita de noche de su dormitorio y llama personalmente a su
camarada y amigo Mariano Urbinovich. El Gobernador de Ciudad Dorada deja sonar
la señal auditiva cuatro veces antes de descolgar el auricular...
-¿Quién es?
Al otro lado de la línea, la primera autoridad de
Jaén, despejado y elocuente, le responde...
-¡Qué pasa contigo, mariconazo; espabila que van a
dar las ocho! –y agrega- ¿Cómo lo llevas?¡Que hoy me viene a
mi el pequeño gran hombre y te lo voy a poner calientito para el lunes..!
Mariano no sale de su perplejidad. Reconoce la voz
de Aceituno, pero no entiende nada de lo que le acaba de decir o, al menos, no
lo comprende; así que, para poner en su sitio al interlocutor, le recuerda su
graduación provisional.
-¿De qué me hablas, alférez de mierda?
-¡Hombre, Mariano, que te llamo con buena voluntad! –y añade- Que tengo hoy aquí a Bracamonte y me dice Lola, que está
aquí a mi lado –le precisa-, que por qué no te vienes hoy a pegar unos
tiros en Cazorla y así rompes un poco el
hielo y te tranquilizas para el lunes. Es una buena oportunidad –prosigue-
de que cambies algunas impresiones con
el Jefe y, de paso, le demuestres tu puntería, que tenemos, además –concluye-
un tiempo de puta madre...
-¡Ni pensarlo, que ya tengo aquí bastante tomate
como para pegarme un tiro yo mismo!
Desestimada y argumentada la negativa de Mariano a
viajar a Cazorla, prosigue su conversación con Aceituno en tono cordial y
relajado...
-Dile a Lola que le prometo una visita después de la
que se me viene a mí encima la próxima semana, que van a ser tres días y medio
de infarto, que no las tengo todas conmigo, que para qué le voy a contar...
Son las nueve de la mañana del viernes y cinco
coches negros en hilera -el tercero, un Rolls Royce distinto al de los
salivazos- salen por la puerta principal de la residencia del dictador
Bracamonte escoltados por seis motoristas. Fulgencio, embutido más que
enfundado en su uniforme azul marino, le guiña un ojo al brigada Melquíades
Salazar cuando cruza la verja, junto a la que se encuentra apostado y firme;
luego, el chofer del Caudillo acelera y enfila el camino de Somontes con el
volante bien asido y la mente totalmente en blanco. No se atreve a mirar por el
retrovisor el asiento trasero que ocupan Bracamonte y su señora; el Dictador,
según se mira al frente, el lado derecho, que así le viene mejor a la hora
de saludar por la ventanilla o de salir
del vehículo. Al lado del conductor va el teniente de la guardia civil,
Marcelino Espinilla con su metralleta montada y, al ser zurdo, con el dedo
índice de la mano izquierda extendido a
lo largo del arma y dispuesto para lo que sea menester, que para eso le apodan
Marcelino “el fino”, por su rapidez y
puntería, que no por la prestancia, más próxima a un primate de la Casa de
Fieras de El Retiro.
A la altura del cruce de la carretera de La Coruña
con el nudo sur, y a punto de desviarse la comitiva para avanzar con dirección
a Aranjuez, un bache hace saltar de los asientos del Rolls a tan pomposos como
sorprendidos ocupantes. El silencio se rompe entonces con una expresión que
viene del asiento posterior.
¡Ay, por Dios, señor Piedra!
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