PUENTE VERDE: Capitulo II .- De la llegada a la capital para hacerse un hombre
Usted
empieza a visualizar el muro que encauza al río inexistente. Ha encaminado sus
pasos hacia la Rambla, así, a secas; y nunca mejor dicho, porque es un cauce de
río sin agua, como una gran avenida pedregosa y maloliente donde los gatos, a
miles, juegan a perseguir lagartijas y ratones. Felinos contra reptiles y
roedores que abaten también los niños en sus safaris de pacotilla, cada vez que
se lo proponen, cuando les viene en gana, con la crueldad contagiosa que traen
al nacer y que algunos conservan hasta mejor vida, si es que la hay.
Pero
no se fíe de los que fueron ríos y parece que ya no lo son. Cuando menos se les
espera surgen ruidosos, alocados y asesinos. La mañana puede ser cegadora y
azul, incluso calurosa y aplastante, pero la tromba se presenta con sigilo
traidor, a destiempo, poquito a poco, como la lengua de un glaciar; y, de
pronto, acelera su criminal carrera y entra en la Rambla con rugidos
infernales, con atronadores ecos en los edificios que se miran allí por donde
va. Trae el tributo para la mar en la que muere: una lava de barro que arrastra
piedras, aves de corral, trozos de casas, cerdos hinchados y, a veces, niños.
Fíjese
en el monumento que tiene ante sí. Está ahí, como un aviso o advertencia en la
Plaza Redonda, como un fantasma en el contraluz de la mañana o en la penumbra
de la noche, recordándonos que a una madre y a sus hijos se los tragó el
engañoso río inexistente. Fíese, fíese del río de poca monta y verá los
resultados, lo que puede hacer con usted, lo que es capaz de engullir cuando se
cabrea. Una mosquita muerta es lo que parece: alegre en su nacimiento, con el
agua juguetona y fresquita entre los álamos, remansada y curvilínea en el
páramo, tímida y oculta bajo el Puente Verde; y, luego, todo lo dicho cuando la
tormenta le abraza y se deja querer por la lluvia. Primero las venas y arterias
del rayo, a modo de radiografía fugaz sobre el horizonte de luto, luego el
trueno embutido en el valle, rebotando en los riscos y, finalmente, el esperma
de las nubes enloquecidas, como un anticipo de lo que viene.
Éste
es su cauce y por él va como Dios manda. La culpa de los desastres es del
hombre que le atosiga, que le roba terreno, que le planta tomates en sus
riberas, que se ríe de él y le utiliza cuanto quiere, a su antojo. ¿Cómo no va
a explotar de vez en cuando? Así que, nada, ya sabe usted algo más del río
muerto, sin nombre, desnaturalizado, comeniños.
Ahora
preste mucha atención: tiene la
posibilidad de permitirse una nueva pirueta en el tiempo. Procure mantener las
distancias, tranquilícese, no pierda de vista a don Tadeo Urbinovich; está a
punto de cruzar la Rambla, de atravesar el puente destartalado y maloliente. Se
dispone a matricular a su vástago en la capital, en un colegio de pago -el
mejor-, para que se haga un hombre, para que llegue a ser lo que le salga;
incluso gobernador si viene al caso, si se tercia, si se lo propone de verdad.
Ahí
está el colegio, aislado, en el límite de lo urbano con lo rural, a pocos
metros de las casas, a un tiro de piedra de la vega. Contemple usted su fachada
neoclásica, con quince ojos cuadrados; un pegote celeste con zócalos de lila
marchita. Obsérvelo: hierático y ostentoso, provocativo y estúpido, como si
hubiera estado donde está desde siempre, desde antes de la Creación.
El padre de Mariano Urbinovich franquea la
puerta de bajorrelieves sólidos de madera de Cuba, nada de conglomerado de
viruta, caoba pura con incrustaciones de bronce; como las esquineras de los
muebles de barco: lustrosa en su conjunto, relucientes los apliques, barroca
hasta dar asco. Le sigue usted para
detenerse luego sobre las baldosas de la entrada, blancas y negras, como un
tablero de ajedrez, como el presbiterio de la ermita de su pueblo. Y entonces
ve a don Tadeo golpear, hasta tres veces, en otra puerta del mismo árbol, pero
más austera y de menor calibre, el picaporte de mano bajo la mirilla de tetica
metálica.
- ¿Qué desea?
Don
Tadeo Urbinovich, que también sufrió lo suyo con semejante apellido, había oído
hablar muy bien de los frailes del cuello duro, los del lechero blanco y sotana
mugre, aquellos que pusieron de moda, como premio, el orozuz en barra, el
simple regaliz dulce y mucilaginoso, pectoral y emoliente, algo afrodisíaco
para contrarrestar el bromuro que le echaban a las lentejas. Dicen que son
gente distinguida, de Zamora o algo así; afrancesados, para no desmerecer al
fundador de la orden, un cura de Reims, allá por el Dieciocho, que terminó
siendo el primer santo del siglo XX gracias a su piadosa caridad y a sus reglas
de meditación, calcadas de la espiritualidad sulpiciana y de las constituciones
jesuíticas, como todo el mundo sabe.
-¿Está el hermano Dionisio?
(Ilustración nº 3- Foto 2 – La Salle – A toda página)
Estos religiosos, que no clérigos
como su patrón, regentan un colegio que tiene, según don Tadeo Urbinovich,
todos los requisitos para la perfecta y completa formación humanista y
espiritual de su retoño; es decir, jornada de ocho horas de clase, con
seguimiento del estudio, además de confesión semanal del alumnado, rosario diario
y bendición floreada -como las retretas- y misa solemne los domingos, a las
diez. Todo un lujo para un alpujarreño de posibles que llega a la capital para
hacerse un hombre.
Así
que don Tadeo no se lo piensa dos veces cuando inicia su perorata ante el secretario
del colegio.
-Tengo las mejores referencias de ustedes y por ello he venido aquí
para matricular a mi hijo Mariano Urbinovich .
-¿Cómo ha dicho? -responde el fraile,
antes de formular una nueva pregunta- ¿Es ruso el apellido?
-Pues no lo sé -titubea don Tadeo-. Mi abuelo, que nació en Laujar de
Andarax, ya se llamaba así; y, le
aseguro que no dejaba un sólo festivo de asistir a misa -matiza con firmeza-... y hasta
confesaba y comulgaba por Pascua Florida.
El
hermano Dionisio, una menudencia de fraile; y, como puede usted ver, con mucho
entrecejo y grandes boqueras en la comisura de los labios, escucha impávido y
lanza su advertencia antes de hacerse con los impresos de inscripción.
- No es que piense que su padre de usted; e incluso usted mismo -se apresura a completar la
frase- sean rojos camuflados, pero sería conveniente que me hiciera llegar,
con la mayor brevedad, un certificado de buena conducta y una partida de
nacimiento de ambos. Mera pamplina -insinúa cínicamente-, pero así queda
constancia ante una posible inspección de rutina por denuncia precipitada de
algún futuro camarada de su hijo -aventura el fraile, con más cinismo
todavía-. Ya sabe usted... aquí tenemos a los chicos de las fuerzas vivas de
Ciudad Dorada y algunos ya vienen con la
lección bien aprendida de sus papás; vamos, para entendernos -precisa más
raudo que veloz-, predispuestos a detectar y sacar a la luz cualquier
indicio de infiltrados que hagan peligrar nuestros valores eternos, que tanta
sangre nos ha costado a todos conseguir. Usted sabe, y si no se lo digo yo, -prosigue,
basculando la cabeza- que aquí tuvimos varios mártires y no es cosa
de que, por una tontería, no podamos demostrar que su apellido es alpujarreño
de pura cepa y no oriundo de esa Rusia de los demonios. Por cierto -pregunta
con impaciencia, para rematar el discurso-, ¿hay algún caído en su familia?
-¿Cómo dice? -responde sorprendido don
Tadeo, para luego asegurar con rotundidad en su favor- No; pero yo, sin ir
más lejos, me cargué a veintitantos milicianos en el frente de Trevélez.
Usted
ha oído bien. No puede salir huyendo, ni abrir la puerta de caoba, ni regresar
por donde ha venido; se conforma con arquear las cejas, con aferrar sus pies al
suelo, con dejar caer su espalda, lentamente, sobre la pared; bajo el cuadro de
honor -con más caoba todavía- que hay junto al gran ventanal que descubre un
patio de cemento fragmentado y húmedo,
resbaloso y gris.
-Está
usted en su casa, don Tadeo, y Dios en la de todos.
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