miércoles, 30 de enero de 2013


PUENTE VERDE: Capitulo II .- De la llegada a la capital para hacerse un hombre

 

Usted empieza a visualizar el muro que encauza al río inexistente. Ha encaminado sus pasos hacia la Rambla, así, a secas; y nunca mejor dicho, porque es un cauce de río sin agua, como una gran avenida pedregosa y maloliente donde los gatos, a miles, juegan a perseguir lagartijas y ratones. Felinos contra reptiles y roedores que abaten también los niños en sus safaris de pacotilla, cada vez que se lo proponen, cuando les viene en gana, con la crueldad contagiosa que traen al nacer y que algunos conservan hasta mejor vida, si es que la hay.

Pero no se fíe de los que fueron ríos y parece que ya no lo son. Cuando menos se les espera surgen ruidosos, alocados y asesinos. La mañana puede ser cegadora y azul, incluso calurosa y aplastante, pero la tromba se presenta con sigilo traidor, a destiempo, poquito a poco, como la lengua de un glaciar; y, de pronto, acelera su criminal carrera y entra en la Rambla con rugidos infernales, con atronadores ecos en los edificios que se miran allí por donde va. Trae el tributo para la mar en la que muere: una lava de barro que arrastra piedras, aves de corral, trozos de casas, cerdos hinchados y, a veces, niños.

Fíjese en el monumento que tiene ante sí. Está ahí, como un aviso o advertencia en la Plaza Redonda, como un fantasma en el contraluz de la mañana o en la penumbra de la noche, recordándonos que a una madre y a sus hijos se los tragó el engañoso río inexistente. Fíese, fíese del río de poca monta y verá los resultados, lo que puede hacer con usted, lo que es capaz de engullir cuando se cabrea. Una mosquita muerta es lo que parece: alegre en su nacimiento, con el agua juguetona y fresquita entre los álamos, remansada y curvilínea en el páramo, tímida y oculta bajo el Puente Verde; y, luego, todo lo dicho cuando la tormenta le abraza y se deja querer por la lluvia. Primero las venas y arterias del rayo, a modo de radiografía fugaz sobre el horizonte de luto, luego el trueno embutido en el valle, rebotando en los riscos y, finalmente, el esperma de las nubes enloquecidas, como un anticipo de lo que viene.

Éste es su cauce y por él va como Dios manda. La culpa de los desastres es del hombre que le atosiga, que le roba terreno, que le planta tomates en sus riberas, que se ríe de él y le utiliza cuanto quiere, a su antojo. ¿Cómo no va a explotar de vez en cuando? Así que, nada, ya sabe usted algo más del río muerto, sin nombre, desnaturalizado, comeniños.

Ahora preste mucha atención:  tiene la posibilidad de permitirse una nueva pirueta en el tiempo. Procure mantener las distancias, tranquilícese, no pierda de vista a don Tadeo Urbinovich; está a punto de cruzar la Rambla, de atravesar el puente destartalado y maloliente. Se dispone a matricular a su vástago en la capital, en un colegio de pago -el mejor-, para que se haga un hombre, para que llegue a ser lo que le salga; incluso gobernador si viene al caso, si se tercia, si se lo propone de verdad.

Ahí está el colegio, aislado, en el límite de lo urbano con lo rural, a pocos metros de las casas, a un tiro de piedra de la vega. Contemple usted su fachada neoclásica, con quince ojos cuadrados; un pegote celeste con zócalos de lila marchita. Obsérvelo: hierático y ostentoso, provocativo y estúpido, como si hubiera estado donde está desde siempre, desde antes de la Creación.

El  padre de Mariano Urbinovich franquea la puerta de bajorrelieves sólidos de madera de Cuba, nada de conglomerado de viruta, caoba pura con incrustaciones de bronce; como las esquineras de los muebles de barco: lustrosa en su conjunto, relucientes los apliques, barroca hasta dar asco. Le sigue usted  para detenerse luego sobre las baldosas de la entrada, blancas y negras, como un tablero de ajedrez, como el presbiterio de la ermita de su pueblo. Y entonces ve a don Tadeo golpear, hasta tres veces, en otra puerta del mismo árbol, pero más austera y de menor calibre, el picaporte de mano bajo la mirilla de tetica metálica.

- ¿Qué desea?

Don Tadeo Urbinovich, que también sufrió lo suyo con semejante apellido, había oído hablar muy bien de los frailes del cuello duro, los del lechero blanco y sotana mugre, aquellos que pusieron de moda, como premio, el orozuz en barra, el simple regaliz dulce y mucilaginoso, pectoral y emoliente, algo afrodisíaco para contrarrestar el bromuro que le echaban a las lentejas. Dicen que son gente distinguida, de Zamora o algo así; afrancesados, para no desmerecer al fundador de la orden, un cura de Reims, allá por el Dieciocho, que terminó siendo el primer santo del siglo XX gracias a su piadosa caridad y a sus reglas de meditación, calcadas de la espiritualidad sulpiciana y de las constituciones jesuíticas, como todo el mundo sabe. 

-¿Está el hermano Dionisio?

 

(Ilustración nº 3- Foto 2 – La Salle – A toda página)

              

Estos religiosos, que no clérigos como su patrón, regentan un colegio que tiene, según don Tadeo Urbinovich, todos los requisitos para la perfecta y completa formación humanista y espiritual de su retoño; es decir, jornada de ocho horas de clase, con seguimiento del estudio, además de confesión semanal del alumnado, rosario diario y bendición floreada -como las retretas- y misa solemne los domingos, a las diez. Todo un lujo para un alpujarreño de posibles que llega a la capital para hacerse un hombre. 

Así que don Tadeo no se lo piensa dos veces cuando inicia su perorata ante el secretario del colegio.

-Tengo las mejores referencias de ustedes y por ello he venido aquí para matricular a mi hijo Mariano Urbinovich .

-¿Cómo ha dicho? -responde el fraile, antes de formular una nueva pregunta- ¿Es ruso el apellido?

-Pues no lo sé -titubea don Tadeo-.  Mi abuelo, que nació en Laujar de Andarax,  ya se llamaba así; y, le aseguro que no dejaba un sólo festivo de asistir a misa  -matiza con firmeza-... y hasta confesaba y comulgaba por Pascua Florida.

El hermano Dionisio, una menudencia de fraile; y, como puede usted ver, con mucho entrecejo y grandes boqueras en la comisura de los labios, escucha impávido y lanza su advertencia antes de hacerse con los impresos de inscripción.

- No es que piense que su padre de usted; e incluso usted mismo -se apresura  a completar la frase- sean rojos camuflados, pero sería conveniente que me hiciera llegar, con la mayor brevedad, un certificado de buena conducta y una partida de nacimiento de ambos. Mera pamplina -insinúa cínicamente-, pero así queda constancia ante una posible inspección de rutina por denuncia precipitada de algún futuro camarada de su hijo -aventura el fraile, con más cinismo todavía-. Ya sabe usted... aquí tenemos a los chicos de las fuerzas vivas de Ciudad Dorada y algunos ya vienen  con la lección bien aprendida de sus papás; vamos, para entendernos -precisa más raudo que veloz-, predispuestos a detectar y sacar a la luz cualquier indicio de infiltrados que hagan peligrar nuestros valores eternos, que tanta sangre nos ha costado a todos conseguir. Usted sabe, y si no se lo digo yo, -prosigue, basculando la cabeza- que aquí tuvimos varios mártires y no es cosa de que, por una tontería, no podamos demostrar que su apellido es alpujarreño de pura cepa y no oriundo de esa Rusia de los demonios. Por cierto -pregunta con impaciencia, para rematar el discurso-, ¿hay algún caído en su familia?

-¿Cómo dice? -responde sorprendido don Tadeo, para luego asegurar con rotundidad en su favor- No; pero yo, sin ir más lejos, me cargué a veintitantos milicianos en el frente de Trevélez.

Usted ha oído bien. No puede salir huyendo, ni abrir la puerta de caoba, ni regresar por donde ha venido; se conforma con arquear las cejas, con aferrar sus pies al suelo, con dejar caer su espalda, lentamente, sobre la pared; bajo el cuadro de honor -con más caoba todavía- que hay junto al gran ventanal que descubre un patio de cemento  fragmentado y húmedo, resbaloso y gris.

-Está usted en su casa, don Tadeo, y Dios en la de todos.

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