domingo, 27 de enero de 2013

PUENTE VERDE

"Puente Verde", título de mi novela editada por el Instituto de Estudios Almerienses en 2005. Periodicamente iré subiendo los XXIII capítulos que conforman toda la narración; al mismo tiempo, incluiré las ilustraciones, relación de personajes, dedicatoria, prólogo, etc.

Aquí os dejo el primer capítulo...


Capitulo I


 

De las tribulaciones de un Gobernador

 

Está usted apoyado en una falsa columna del despacho oficial de don Mariano Urbinovich y Sánchez-Olmedo, gobernador de Ciudad Dorada. Desde esa posición le observa; y él, al mismo tiempo, mira hacia donde usted  se encuentra sin verle, porque les separan en el espacio y en el tiempo más de cincuenta años. La vista de Mariano Urbinovich sólo alcanza hasta la falsa columna que tapa parcialmente un viejo archivo de madera pegado a la pared. Hay en la estancia tres balcones con postigos abiertos que dan a una plaza rectangular discretamente alzada sobre calles laterales y con una pérgola en el centro. Tiene las dimensiones de un campo de fútbol y se esparcen por ella arcadas de ladrillo invadidas por enredaderas de jazmín y bancos de mampostería con mosaicos arabescos adosados. Todo está distribuido geométricamente, pero su conservación deja mucho que desear y el conjunto carece de estética.

Unos niños tiran piedras a los peces de colores de una diminuta y octogonal fuente con surtidor; otros adolescentes juegan con palos a la guerra e invaden los límites de una parcelita cuajada de geranios y madreselvas. Un cochero les increpa desde el pescante de una ranchera dispuesta a rodar al trote de una yegua cartujana pasada en años. En el ambiente se confunden el olor predominante de la flor del jazmín con el de las algarrobas, que mastican y engullen los caballos, y el de las boñigas, que aparecen esparcidas e incrustadas, todavía humeantes, por el suelo de adoquines. 

Suena impotente la sirena de una ambulancia que no puede transitar. Un autobús mal aparcado es el causante de tanta algarabía. Puede distinguirse a través de los cristales, esmerilados y sucios, que no transporta a nadie. El conductor sonríe mientras ocupa la acera para salvar el obstáculo. Un anciano observa la maniobra desde una esquina de la plaza e intenta cruzar la calle sin conseguirlo. Lleva en la mano derecha una boina negra que deja al descubierto una calva total y sonrosada.

 

(Ilustración nº 1  Foto 1 – Plaza de los caballos – A toda página)

 

Vuelve usted a concentrarse en Mariano Urbinovich, que rebusca algo entre los papeles amontonados sobre su mesa de trabajo. Un ligero golpe de viento penetra por uno de los balcones y altera la que empieza a ser tarea de espigar folios y cuartillas. A la espalda del gobernador hay una franja de pared que necesita una mano de pintura. Se percibe la silueta desteñida que dejó un cuadro; y, junto a ella, un gran desconchón recubierto parcialmente por un retrato del  Dictador  Bracamonte.

Cambia usted de postura en la falsa columna y empieza a saber que Mariano Urbinovich y Sánchez-Olmedo es alpujarreño, de mediana edad, gordo, bajito, bastante calvo, soltero, procaz, malaconsejado y, dicho sea de paso, algo maricón. De esto último no se arrepiente y con cierta nostalgia y deleite recuerda muy a menudo su primer brote instintivo y desviado hacia los especiosos traseros de sus congéneres. Lo descubrió, muy de niño, en las trincheras de Laujar durante la gloriosa Cruzada del 36, mientras limpiaban sus mosquetones los mozos venidos de Capileira; de por sí, bien alimentados del puchero diario y duros de nalgas y remos de tanto darle a la azada sobre la tierra labrantía y pobre en remolacha, que era cuanto buscaban, en época, desde la salida del sol hasta su puesta, siempre en postura soez y con la pana del pantalón gastada a la altura del culo; cosa que, cuando no había refriegas entre nacionales y milicianos, jamás pasaba desapercibida a sus ojos.

En el fondo y a pesar de los pocos años, Mariano era tímido y sólo se había aventurado a dar rienda suelta a la incipiente mariconería con Gasparito Expósito -el tonto del pueblo- con quien vivió un idilio de varios meses en el pajar de la era, junto a la placita de toros, mientras los gorriones, a saltitos, rebuscaban el grano una vez concluida la faena de trillar la mies: el otro deporte rural del verano.

Casi siempre ocurría a las cinco en punto de la tarde, con todo el calor y chicharreo en los almendros calcinados. Y sólo evitó los tocamientos un dieciséis de septiembre, que vino a coincidir con la corrida de novillos de la fiesta local en honor de Nuestra Señora de la Salud. Tal día, Mariano se llevó a Gasparito bajo el Puente Verde, camino del viejo presidio árabe, y allí lo hicieron a la sombra de un manzano de fruto agridulce y bermellón. Tan apoteósico fue el evento que, a partir de entonces y para siempre, no volvieron a la era; convirtiéndose el Puente Verde en escenario mudo y sordo de sus escarceos amorosos  y desenfrenados.

En semejante trance, apenas les alteraban los abejarucos “comemierda” y la camioneta de Juan Tomás García Gómez, laborioso transportista de Alhama y profesional de la chapuza; quien, al poner la segunda a su destartalado vehículo, sólo conseguía que los escapes atronaran con ecos  en la cuesta que empezaba en la plaza del pueblo, pasaba por la carpintería de Manolo Cabezón Higueras, continuaba a la altura de la farmacia de José Luis Mota Ciervo, seguía por la puerta  del caserón blasonado de doña Esperanza Cabrerizo y Díaz del Pulgar y se hacía más pendiente -por desgracia para Mariano, ya que a Gasparito le daba lo mismo- a su paso por el Puente Verde, camino del aserradero de los Sánchez de Castro, que era, finalmente, donde Juan Tomás recogía los tablones de pino para cargarlos y llevar más tarde a la fábrica de muebles de Agapito Trillo Moreno, experto en hacer virguerías con la madera hasta convertirla en armarios, arcones,  mesas, sillas y  barriles para uva; fruto que luego consumían los suecos e ingleses, y que hubieran seguido degustando, después de la guerra, si el Gobierno no llega a decretarla, por exceso de producción, postre nacional y obligatorio con el sugerente y pomposo nombre de "Uvas de Ciudad Dorada".

Mientras observa al gobernador, usted desconocía hasta el momento que Mariano Urbinovich y Sánchez-Olmedo revive aquellos años de adolescente con poco esfuerzo de memoria, gran tribulación y, como puede comprobar, amodorrado en su sillón, del que se comenta "sirvió de ilustre posadera a don Nicolás Salmerón", el más renombrado del lugar y, según el cabo de la guardia civil, Aniceto Cascales Retuerto, “el más cobarde por no haber querido firmar una  pena de muerte, a todas luces merecida”.

Al tiempo que repara en estas menudencias históricas, la primera autoridad provincial sigue rebuscando  en su mesa de trabajo -donde seguro que también se apoyó el tal Salmerón- un sobre que debe contener el programa oficial de la visita del Dictador a Ciudad Dorada. El inminente acontecimiento le tiene preocupado y le quita el sueño, ya de por sí inconciliable por los berrinches que le proporciona, un día sí y otro también, el delegado de Obras Públicas, Atanasio Martínez Cambronero, impotente, entre otras cosas, para solucionar el problema de la gravilla en el camino que une, a duras penas por los socavones, la estación del ferrocarril con la Puerta de Chernapur, donde se alza ya el Arco del Triunfo por el que ha de pasar, dentro de una semana, el Gran Bracamonte Invicto sobre el negro descapotable que -eso sí está demostrado- perteneció a Hitler.

-Como se haya llevado el programa ése cretino, se va a enterar de lo que vale un peine.  -grita Mariano- al tiempo que golpea la mesa y paraliza a Mónica, una polilla más que conocida en el Gobierno, que no ha dejado de engullir nogal  desde que la madre naturaleza, sin su permiso, la depositara en aquella noble, pero angosta y oscura galería con olor a barniz.

A Mariano le gusta dejarse escuchar, desde fuera, entre las paredes de su cutre y pentagonal  despacho. Por eso despotrica; y porque, al hacerlo, escapan de su redonda e irreversible anatomía los malhumores de mil complejos enquistados y que arrastra, a duras penas, desde que un armario de luna  le puso las carnes en su sitio y le descubrió, a todo lo ancho, una triste, peluda y esférica realidad. A partir de ése instante, la neurastenia fue consubstancial y fiel compañera de su impertinente e irracional autoritarismo; ruin y espesa conducta que practica, como buen dictador, con los más débiles. Así, cuando entra en el despacho su secretario particular, Cándido López Maturana, usted es testigo de que los globos de saliva que acompañan sus improperios le definen una vez más.

-¿Dónde cojones has puesto el programa de la visita del Caudillo Bracamonte, pedazo de cabrón?

 

(Ilustración nº 2 -  2Dibujo Pinteño - A toda página)

 

Cándido ha conocido ya, en el miserable caserón, a cinco gobernadores de Ciudad Dorada que le han propinado, en dieciséis años de servicio, los más variopintos insultos, encajados siempre como una muestra inconfundible de confianza hacia él. Sabe que el puesto lo tiene merecido y asegurado mientras le lluevan globos y palabrotas; y, en esta ocasión, los signos externos no ofrecen dudas. Está seguro, además, de que don Mariano es bastante maricón, pero buena persona en los adentros y, por descontado, mucho mejor que sus predecesores a la hora de repartir prebendas entre los subordinados. Cándido es consciente, incluso, de que la envidia de sus vecinos es un sobresueldo para él; algo impagable en  años de penurias y estraperlos. Así que no duda en la respuesta.

- Señor, lo está descifrando el delegado provincial de Educación Popular.

- ¡Ah! -exclama Mariano, para añadir- Cuando termine, le dices que pase inmediatamente a mi despacho y que se traiga también la lista de "rojos" que hay que meter en chirola  -matiza-  para tranquilizar a don Casildo, que ya me ha llamado dos veces esta mañana con el fin de asegurarse de que todos los hijos de  mala madre de Ciudad Dorada, incluido Galíndez el de los billares, -vuelve a matizar- estarán a buen recaudo antes del viernes.   

Dicho cuanto tenía que decir, por el momento, Mariano adopta una posición de desplome en la butaca y cavila, durante un buen rato, acerca de lo que podrá preguntarle Bracamonte durante el trayecto que habrá de acompañarle, en tren, desde el término  de la vecina provincia hasta el límite de la que él gobierna. Enciende, entonces, un buen cuarterón; y, mientras el humo se funde con los rayos de luz que entran por uno de los balcones, observa detenidamente el despacho: una estancia que ha sido, algunos años antes -y por éste orden- almacén de provisiones de los milicianos del barrio, local de timbas del comisario político Ambrosio Pisuerga, y checa para escarmiento de todos los fascistas de Ciudad Dorada.

En la postura que usted ve, impropia de un gobernador que se precia de serlo, Mariano Urbinovich y Sánchez-Olmedo recapitula, dormitando por los efectos del cuarterón, su corta y desenfrenada historia, sin descartar los pecados de juventud, incluidas las secretas tardes con Gasparito, que le proporcionaron algo más que  placer; pues, al fin y a la postre, solucionaron, de manera desgarrada, en el más literal de los sentidos, la cuestión de su fimosis, que ya había detectado el médico de Capileira, don Alberto Casariego Recio, cuando su padre, don Tadeo Urbinovich y Cifuentes, le llevó al consultorio, a la edad de seis años, para que le entablillara el brazo izquierdo que se había tronchado al caer de la higuera del cura del pueblo, don Fernando Pizón Pizón, hijo de un matrimonio de primos hermanos, por dispensa del Papa, motivo éste por el que sus progenitores se vieron obligados a enviarle al seminario como tributo a la generosidad imponente de Su Santidad, que nada objetó al remitir a la diócesis la autorización escrita y rubricada, pese a que la madre del futuro cura ya lo llevaba en sus entrañas desde mucho antes de casarse, cosa más que sabida no sólo en el propio pueblo sino también en el mismísimo Vaticano, pues ya se había encargado de reflejarlo en el informe previo, con más pelos que señales, el obispo de Guadix, monseñor Apolonio Mendoza Villaverde.

El caso es que, Mariano, en el ejercicio de memoria que inicia sobre la película de su vida, parte, sin proponérselo, de un avance o "trailer" -como diría cualquier cinéfilo pedante- de sus años mozos, no más de doce. Ve, fugazmente, escenas de toma y daca con Gasparito Expósito, secuencias en blanco y negro de hordas judío-masónicas y alguna que otra en sepia de conventos en llamas con monjas que corren desencajadas e histéricas por lo que pudiera pasar, que nunca sería nada bueno.

Las primeras imágenes que le vienen a Mariano en technicolor son las de su padre  preparando, de manera atolondrada, su traslado a la capital para seguir estudios como interno en el colegio de las Escuelas Cristianas.

Introdúzcase en la mente de Mariano y escuche lo que le dijo tal día su progenitor:

-Ha llegado el momento de que te hagas un hombre. Podrás ser en la vida  -aventuró don Tadeo- lo que te salga; hasta Gobernador, si te lo propones. Que tu apellido –le aconsejó luego- no sea un lastre de complejos para ir por la vida; hay quien se llama Astray  y no ha parado ni de  follar ni de matar moros. Te hice pelayo cuando no te habían salido todavía los dientes y hoy te vas a la capital como flecha. Te quiero ver hecho, de aquí a unos años –sentenció finalmente- todo un jefe de escuadra. 

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