viernes, 8 de marzo de 2013

PUENTE VERDE; ÚLTIMO CAPÍTULO


Capítulo XXIII

De un tiro por la culata

A Salvador Gabarda ya no le molesta Mariano, no le llama por teléfono, ni le manda  recados con Bruno, como otras veces; parece –piensa- como si se lo hubiera tragado el mar, como si se hubiera muerto directamente, que ya ni sale en el periódico, ni se le ve por la calle o en el “Sotanillo”, que es cosa rara –le ha dicho hoy a su padre-, porque Bracamonte llega el lunes y es obvio que algo tendrá que decirle al pueblo, como Gobernador de Ciudad Dorada, que  al personal lo tiene expectante y anheloso; porque ve y contempla ensimismado las fotos del Dictador por las calles, en todas partes, hasta en los escaparates de las lencerías y las vitrinas de las pastelerías, junto a las bragas blancas y sostenes negros de señoras, y al lado de los merengues de fresa y los tocinillos de cielo; sin más información que la imagen de siempre: un Caudillo, tal vez algo más gordito, con la mirada al frente -como debe ser- y una sonrisa demasiado seria. Y hoy, además, con el Arco del Triunfo ya montado en la avenida que lleva su nombre, con un retrato-dibujo horrendo en la calle adyacente  y la leyenda habitual en medio de mucho laurel y farfolla.


Así las cosas, Gabarda ha decidido darse una vuelta por los lugares que gustan a Mariano, que a lo mejor se lo tropieza y le dice lo del protocolo; que tiene menos secretos de lo que se podía esperar, que está chupado, que sólo queda una duda o, mejor, dos: a quienes sentar en el banquete a los lados de Bracamonte, que al no tener Mariano señora para el flanco derecho, no es cosa de falsear la realidad; porque, parece evidente que a la izquierda del Dictador, que era la otra preocupación, se sentará la mujer del Alcalde, Leocadia Amescua, que todavía puede enseñar rodilla a pesar de sus cincuenta años y sus ochenta kilos, que tiene buena conversación y mal aliento, que no importa lo último porque se quita con pistolines... ¿sabe usted?
¿Qué le parece el plan de Gabarda? ¿Verdad que lo tiene claro el resbaloso? Pues agudice ahora la vista que ya se acerca Faustino Salmoral, tan tieso como siempre, con puro incluido; que seguro –intuye Salvador- que se lo regaló la estanquera el  jueves pasado, que sólo quedaría por saber si antes o después del polvo...         
-¿Cómo lo llevas, Faustino? ¿Cubano o de Canarias?
-¡Te equivocas, Gabarda..! Holandés de pura cepa, vía Larache. –precisa Faustino-
-Pues desde lejos parecía otra cosa –afina Gabarda-, que el otro día me dio Marisol uno que, de momento, me huele igual; y me aseguró que lo habían hecho a mano al otro lado del charco...
-Son cosas de doña Marisol... –marca distancias Faustino-
-No sabía que la estanquera tuviera madre... –ironiza el resbaloso-
Pues yo tampoco, amigo.
 -¿Qué quieres? –corta Salmoral el vacile-
-No, nada... ¿Sabes algo de Mariano?
-Ahí lo tienes... –señala Faustino a un balcón del Gobierno, para agregar-   Vengo de entregarle unos informes que me pidió.
Salvador Gabarda no quiere perder el tiempo; se ha reservado la tarde para sus padres, que hoy es San Nicolás, una fecha de mucho trajín en la cocina familiar y trasiego en el cuarto de estar, que doña Ana Pantoja siempre lo celebra a lo grande, con mucha charcutería de la fina y bastante huevo hilado; que siempre busca quedar más que bien con su marido y con quienes asisten a la onomástica, que son pocos los invitados y muchos los no previstos. Así que ya pasó esta mañana por Casa Gervasio y la Dulce Alianza, porque prefiere ver y probar el género antes de llevárselo. Algo natural para una buena anfitriona y mejor esposa y ama de casa, que doña Ana lo tiene muy claro, que es ahí donde está el secreto de un hogar estable para vivir y educar a los hijos, por muy cafres que le hayan salido, que no es el caso. Así que Salvador, antes de sumergirse en un ambiente de chorizo de cantimpalo y empanadillas de salmón, sube ya las escaleras del Gobierno para decirle a  Mariano que lo del protocolo no puede esperar, que debe cerrarse ya, que toma o deja su propuesta o todo se va al garete, por no decir a un sitio peor. Y con las ideas muy claras en la mollera y las respuestas prontas a punta de lengua, por si es menester, el resbaloso se tropieza en el rellano con el secretario particular de Urbinovich.
-Maturana, dile a don Mariano que estoy aquí, que he venido a...
Salvador no puede terminar la frase, le interrumpe el fiel Cándido con no poco ahogo en la garganta y no menos sofoco en la cara.
-Te puedes ir por donde has venido, Gabarda, que el jefe está con una crisis de ansiedad y le está atendiendo Roncillas, que hasta se ha traído el maletín por si las moscas...
-¿Tú crees que es grave o como siempre, Cándido? –se apresura a cuestionar Salvador, no muy sorprendido, para preguntar luego- ¿No ha venido Salmoral hace un rato? 
-Si, y le he dicho lo mismo. Ha dejado ahí una carpeta  y se ha largado.
¡Que cabrón, ni siquiera ha visto a Mariano! -piensa Salvador antes de retomar el interrogatorio...-
-Pero, ¿cómo está?
- ¿Qué quieres que te diga? –le responde el secretario, para añadir- Lleva así desde anoche, que me despertó sin esperarlo, con intención de que le llevara a la Casa de Socorro, que ya es para preocuparse,¿oyes? que siempre ordena que le vengan a ver aquí, que dice que prefiere morirse en casa... Un poema, Salvador... Al final -concluye- le tuve que traer al despacho para estar más cerca del cardiólogo, que vive en la esquina.
-Tal vez si le veo y digo que todo está controlado –insinúa Gabarda- se le pase el canguelo; porque  no se trata de otra cosa,Cándido, que te lo digo yo –sentencia- que está cagado por lo del lunes...
-Haz lo que te parezca, está ahí en el mismo despacho, pero a mi no me has visto –le dice Candido-.

Salvador Gabarda no se lo piensa ni un segundo y golpea con los nudillos la puerta sin que nadie le responda. Toma el pómulo entonces y abre por las buenas, a la brava, pero sin hacer ruido.


(Ilustración nº 24 - 3Dibujo Pinteño - A toda página)

Usted se encuentra nuevamente, como al principio de la historia, ante la falsa columna del despacho de don Mariano Urbinovich y Sánchez Olmedo, gobernador de Ciudad Dorada. Aquí le conoció. En poco o nada ha cambiado la estancia; sólo el cuadro de Bracamonte,  más joven para la ocasión, y poco más. Los tres balcones están abiertos y dejan entrar, confundidos como entonces, el aroma de los jazmines y madreselvas de la plaza y el rezumar pestilente de las boñigas de los caballos esparcidas por el suelo de adoquines. No se escucha esta vez a Mónica dentro de sus galerías -¡ya sabe!- devorando el mas puro nogal en la mesa de don Nicolás Salmerón.

Y en pleno escenario, todavía no se ha percatado Mariano de la presencia de Gabarda; tampoco de la suya, porque –no se olvide- es invisible y le separan de todos los personajes de esta historia, en el espacio y en el tiempo, más de cincuenta años. 
Ahora se apoya usted, por última vez, en la falsa columna del despacho del Gobernador de Ciudad Dorada y observa al doctor Roncillas, que le habla a la primera autoridad, desplomada en su sillón y con el brazo extendido.
-No se ponga nervioso, don Mariano, que no es nada... Sólo le voy a tomar la tensión.
-¡Ejem..! –se atreve a exclamar el resbaloso-
-¿Quién está ahí? -dice el Gobernador alzando la cabeza-.
-Soy yo, Mariano, tu amigo Salvador, que me lo ha contado todo Cándido cuando he venido a traerte lo del protocolo... Y no podía irme sin saber de ti.
El cardiólogo tiene que suspender la presión del fonendo en el brazo de Mariano y se vuelve para recriminar a Gabarda en un tono no muy cordial.      
-Haga usted el favor de salir y esperar fuera que... –no puede terminar la frase, porque le interrumpe el Gobernador-.
-No le hagas caso, Salvador; pasa y siéntate donde puedas.
La salida de todo de Mariano, más bien la grosería para con el galeno, no se la esperaba Roncillas; ni mucho menos Gabarda, que obedece y toma asiento frente al sillón. El cardiólogo mira entonces a ambos y, haciendo un esfuerzo parea evitar que se le note demasiado la irritación, exclama con ademán de suspender su trabajo...
-Aquí sobra uno y ése soy yo...
Hay un silencio frío y cortante,  roto en  décimas de segundo por uno de los postigos del balcón central, que se revuelve y arrastra su puerta chirriante y desencajada para golpear, algo amortiguada,  el portante de madera a ras del suelo. Se miran los tres con entrecejo y, cuando se dispone Mariano a hablar, suena el teléfono.
-¡Cógelo..! –exclama el Gobernador, señalando alternativamente con el dedo a Gabarda y al aparato-
Salvador dispara la mano y descuelga, al tiempo que el doctor se queda como una estatua de sal en medio del despacho.
-¿Quién llama, por favor? –pregunta el resbaloso con autoridad y educación-.
-Dice que es Aceituno Solariego, Mariano... –manifiesta Salvador, después de atender al comunicante-.     
-¡Deja, deja, que es el Gobernador de Jaén! –exclama Urbinovich, quitándole  el teléfono a Gabarda-.
-¡Dime, dime..! ¿Qué pasa, Aceituno?
El cardiólogo Santiago Roncillas ha hecho mutis por el foro, ha desaparecido, literalmente, del despacho del Gobernador; y, mientras éste sigue al teléfono, Gabarda ve con claridad a través de uno de los balcones cómo el médico, ya en la calle y en diálogo consigo mismo, cruza de acera y empieza a atravesar la plaza gesticulando y salvando las parcelas ajardinadas de geranios y madreselvas.  
Abandona usted la falsa columna y se sitúa ahora a la espalda del sillón de Mariano, que se pone de pie, gira el cuerpo a su derecha y mira perplejo a Gabarda sin soltar el auricular. Vuelve entonces a desplomarse en el sillón con una sonrisa muda de oreja a oreja y comienza a hablar en voz alta para que se entere Salvador de lo que escucha al otro lado de la línea.
-O sea, que le ha dado en todo el bebe, así por las buenas... Y se lo han llevado en un autogiro a Madrid... Pues mira –prosigue-  cómo me tiemblan las piernas, Aceituno; a eso –concluye- le llaman en mi pueblo “salirle a uno el tiro por la culata”...
Usted ha sido testigo de la conversación telefónica. ¿Qué me dice?  Parece que a Mariano, así de pronto, se le ha quitado el ahogo y el sofoco; también a Cándido, que ha escuchado todo desde el otro lado de la cortina.
La puerta del balcón ha retrocedido y se ha parado en seco. Está de nuevo abierta.
Hace unos minutos que terminó la conversación telefónica entre las dos autoridades provinciales. Lo último que usted escuchó a la espalda del sillón de Mariano fue una frase dirigida a su camarada de Jaén...
-...No sabes el peso que me he quitado de encima. Luego te llamo, Aceituno...
¡Venga ahora..! Asómese al balcón y mire a Mariano y a Salvador  camino del “Sotanillo”. Han salido del edificio sin darnos cuenta. Van del brazo, como en los viejos tiempos; bueno, no tan viejos, desde un poco antes de ser Gobernador de Ciudad Dorada, casi quince años después de terminar la Contienda, cuando coincidieron en la fiesta de antiguos alumnos del colegio de frailes y recordaron entre risas a Tesifón Piqueras Somuézanos, el niño de Guadix; el que terminó disfrutando con las refriegas y cosquillas del hermano Félix, en las ingles o así.
Ya han doblado la esquina y están a punto de olfatear el café de Ricardito. 
Suena una sirena en la plaza rectangular; en la  misma plaza de siempre. ¿La recuerda? Es la plaza que tiene las dimensiones de un campo de fútbol y una pérgola en el centro; la que alberga las arcadas de ladrillo, invadidas por enredaderas de jazmín; la que sostiene bancos de mampostería con mosaicos arabescos adosados; la que todos llaman Plaza de los Caballos. Observe a los niños que tiran piedras a los peces de colores en la fuente octogonal. Vea con qué gracia se aproxima, vestido de blanco, Antonio el barquillero, que cruza sonriendo entre los cocheros, que fuman sin parar,  y junto a los caballos y la yegua cartujana entrada en años, que comen algarrobas acompasados, arrogantes, enjaezados, dejando oír los cascabeles mientras arrojan, levantando las colas, boñigas que se incrustan humeantes en el suelo de adoquines.
Mire a Antonio; sigue su camino, avanza y saluda a todo el mundo. Salva los obstáculos de la plaza como si nada, como si no tuviera importancia; confiado y ágil, decidido y sin perder sonrisa y compostura, con lo que debe de pesar su carga de latón, repleta de aromas e ilusiones...
-¡Hay barquillos y tortas de canela...! ¡Tengo barquillos y tortas de canela!  

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