lunes, 4 de marzo de 2013

PUENTE VERDE


Capítulo XXII

De los prolegómenos de un viaje oficial

Bracamonte se ha levantado hoy algo más temprano que de costumbre, a las seis de la mañana; y al tratar de darle la vuelta a una de las zapatillas, que se le resistía sobre la alfombrilla del dormitorio, se le ha escapado una ventosidad...
-¡Ay, por Dios! –exclama su señora desde la cama-
Él, ni se inmuta; sencillamente, encamina sus pasos hacia el cuarto de baño, contiguo al dormitorio y, sin abrir todavía los ojos, se baja el pantalón del pijama, de color marrón oscuro,  y se deja caer sobre la taza del retrete. No tarda ni un minuto en aliviarse del todo y tira rápido de la cisterna; se gira entonces sobre su eje sin mover los pies, como dando un paso de chotis y, mientras suena todavía el agua en el inodoro, corre la persiana de un ventanuco... Trata de comprobar el estado de la mañana, si ha amanecido ya,  y observa que todavía es noche cerrada. Se frota entonces las manos, se vuelve a meter en la cama, se coloca del lado derecho y se tira otra ventosidad, esta vez a sabiendas y con energía.
-¡Ay, por Dios, por Dios! –reitera la señora, aún en el lecho-  
Bracamonte se medio vuelve, la mira de reojo y  murmulla algo que sólo puede entender ella, que le contesta con rotundidad y un cierto maternalismo.
-Modera el lenguaje; sal de la cama  y tómate las pastillas antes de que te suban el café.
El dictador vuelve a murmullar mientras obedece y se incorpora. Ya de nuevo con las zapatillas  y en pie, emprende una carrerilla con trompicones camino de su despacho, al fondo del pasillo. Antes de abrir la puerta, piensa que no se ha lavado las manos y la cara; y, lo que es más grave, tampoco el culo; así que, da la vuelta sobre sus propios pasos y regresa al dormitorio, se quita el pijama con rapidez y, sin pensarlo demasiado, lo tira literalmente y con energía sobre la cama.
¿Qué le ha parecido a usted el despertar del Dictador?  Como el de cualquier ser humano que viste, calza y hace popó... ¿No cree? 
Si usted me acompaña ahora, le puedo mostrar lo que está sucediendo  en el otro extremo de la residencia oficial de Bracamonte...
Fulgencio Piedra, chofer del dictador desde la guerra de África y recién ascendido a brigada chusquero, saca brillo a un Rolls Royce negro dentro de una cochera que huele a gasolina por todas partes y a orín en las esquinas. Con su propio vaho y un trapo bien seco, al señor Piedra no le resulta muy complicada la operación; sólo cuando descubre alguna adherencia de origen indefinido. Es entonces cuando utiliza el escupitajo como fórmula más precisa y contundente, que el Caudillo –piensa- se lo merece todo.

(Ilustración nº 23 - Fotos 21 y 27 –coche oficial y Rolls Royce - A toda página)

Hoy le toca llevar a Bracamonte a la sierra de Cazorla, en el corazón de una de las comarcas más bellas de Jaén, al norte de la Urcitania, donde el gobernador de la provincia, Aceituno Solariego, le ha montado –valga la redundancia- una montería por todo lo alto. Será la última antes de la visita oficial a Ciudad Dorada, prevista para el próximo lunes. Como hoy es viernes, a Fulgencio Piedra se le hace agua la boca; sabe que comerá perdices de perdigón, beberá buen vino de la tierra y dormirá en la posada de Lucrecia, la más limpia y nombrada del lugar. Está convencido de que el Caudillo no regresará a la capital en todo el fin de semana.
-Tendría entonces que retornar nuevamente el mismo lunes para su visita a Ciudad Dorada. –le comenta al mecánico, Nicolás Palomino-. Dormirá, pues, los próximos dos días –trata de auto-convencerse- en la caseta forestal.
No está muy descaminado Fulgencio en sus intuiciones y apetencias, porque acaba de entrar  en la cochera el ayudante del Cuarto Militar de su Excelencia, Niceto Bretones, quien ordena a los subalternos que preparen también los otros dos vehículos de paseo, incluido el negro descapotable de Hitler -concreta- para el viaje a Cazorla. No ha confirmado que de allí irán a la otra provincia del sur, pero está clarísimo; de ahí que Fulgencio imprima, con satisfacción y profesionalidad, más ritmo al lustre del coche y más fuerza  a sus escupitajos sobre las manchitas sospechosas.
Bracamonte hace media hora que se ha tomado su segundo café y su tercera tostada con aceite de oliva virgen de Baeza y mucho azúcar de Adra, que se las traen a propósito para su salud, que para eso “la dieta mediterránea” ya la descubrieron las mujeres del cuaternario.
El Dictador permanece ahora sentado en un sillón de su despacho, al otro lado de la mesa del escritorio, y puede usted ver que se ha vestido de un verde indefinido, color mugre, diría un experto. Sostiene sobre las piernas un sombrero del mismo color y, en el otro sillón contiguo, se visualiza un capote caqui de doble paño; el mismo que utilizó en la última montería de La Carolina, hace hoy tres semanas y un día.
Por unos instantes, Bracamonte se siente aparcado en el sillón, como el coche que bruñe Fulgencio en la cochera, pero sin vaho y escupitajos, de momento. Se ha sentado donde está casi por instinto y espera que alguien le diga algo. Sin haber escuchado una proximidad sigilosa, entra su mujer en la inmensa estancia rectangular repleta de tapices con escenas de caza y, tocándose las aletas de la nariz, somatiza un cierto olor ambiental, más bien peste, entre a zorruno, caca y alcanfor.
-¡Ay, por Dios, hombre bendito! –exclama, para añadir-. Podías ventilar de vez en cuando el despacho y, de paso, tu abrigo, que huele a manta zamorana...
El Caudillo no ha movido ni un músculo de la cara ni de las orejas. Su mente está ocupada en asuntos de mayor rango y más trascendencia. ¿Qué le importan a él los olores ambientales de un despacho? Nada. Lo contundente –no tiene duda- es la brisa del mar y la bruma de un bosque antes de despuntar la mañana en cualquier época del año, que para olores nauseabundos y vomitivos los del cuartel con sus letrinas o los del campo de batalla con sus muertos.
-¡Qué sabrás tú! –responde a su señora, sabiendo lo que dice-
-¡Qué sabré yo...!  ¿De qué? –contesta ella, en tono impertinente-
Obtiene entonces de su marido, sin inmutarse, un silencio por respuesta.
Al otro lado de la residencia, Fulgencio Piedra deposita su último escupitajo sobre el faro izquierdo del coche y exclama como final de la tarea bien hecha...
-¡A tomar por culo..!
El chofer se ha quedado unos segundos observando el vehículo; ahora lo rodea sin apartar la mirada, como si se tratara de una obra de arte y,  además, suya.
Trescientos treinta y cinco kilómetros al sur de la cochera, Aceituno Solariego descuelga el teléfono de la mesita de noche de su dormitorio y llama personalmente a su camarada y amigo Mariano Urbinovich. El Gobernador de Ciudad Dorada deja sonar la señal auditiva cuatro veces antes de descolgar el auricular...
-¿Quién es?
Al otro lado de la línea, la primera autoridad de Jaén, despejado y elocuente, le responde...
-¡Qué pasa contigo, mariconazo; espabila que van a dar las ocho! –y agrega- ¿Cómo lo llevas?¡Que hoy me viene a mi el pequeño gran hombre y te lo voy a poner calientito para el lunes..!
Mariano no sale de su perplejidad. Reconoce la voz de Aceituno, pero no entiende nada de lo que le acaba de decir o, al menos, no lo comprende; así que, para poner en su sitio al interlocutor, le recuerda su graduación provisional.
-¿De qué me hablas, alférez de mierda?
-¡Hombre, Mariano, que te llamo con buena voluntad! –y añade- Que tengo hoy aquí a Bracamonte y me dice Lola, que está aquí a mi lado –le precisa-, que por qué no te vienes hoy a pegar unos tiros en Cazorla  y así rompes un poco el hielo y te tranquilizas para el lunes. Es una buena oportunidad –prosigue- de  que cambies algunas impresiones con el Jefe y, de paso, le demuestres tu puntería, que tenemos, además –concluye- un tiempo de puta madre...
-¡Ni pensarlo, que ya tengo aquí bastante tomate como para pegarme un tiro  yo mismo!
Desestimada y argumentada la negativa de Mariano a viajar a Cazorla, prosigue su conversación con Aceituno en tono cordial y relajado...
-Dile a Lola que le prometo una visita después de la que se me viene a mí encima la próxima semana, que van a ser tres días y medio de infarto, que no las tengo todas conmigo, que para  qué le voy a contar...
Son las nueve de la mañana del viernes y cinco coches negros en hilera -el tercero, un Rolls Royce distinto al de los salivazos- salen por la puerta principal de la residencia del dictador Bracamonte escoltados por seis motoristas. Fulgencio, embutido más que enfundado en su uniforme azul marino, le guiña un ojo al brigada Melquíades Salazar cuando cruza la verja, junto a la que se encuentra apostado y firme; luego, el chofer del Caudillo acelera y enfila el camino de Somontes con el volante bien asido y la mente totalmente en blanco. No se atreve a mirar por el retrovisor el asiento trasero que ocupan Bracamonte y su señora; el Dictador, según se mira al frente, el lado derecho, que así le viene mejor a la hora de  saludar por la ventanilla o de salir del vehículo. Al lado del conductor va el teniente de la guardia civil, Marcelino Espinilla con su metralleta montada y, al ser zurdo, con el dedo índice de la mano izquierda  extendido a lo largo del arma y dispuesto para lo que sea menester, que para eso le apodan Marcelino “el fino”, por su rapidez  y puntería, que no por la prestancia, más próxima a un primate de la Casa de Fieras de El Retiro.
A la altura del cruce de la carretera de La Coruña con el nudo sur, y a punto de desviarse la comitiva para avanzar con dirección a Aranjuez, un bache hace saltar de los asientos del Rolls a tan pomposos como sorprendidos ocupantes. El silencio se rompe entonces con una expresión que viene del asiento posterior.
¡Ay, por Dios, señor Piedra!


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