Capítulo VIII
De la familia de Mariano y demás animales domésticos
Tenía
que habértelo contado antes, Cleo, pero la historia estaba incompleta y las
ideas bastante confusas, que todavía no era huérfano del todo, sólo a medias, por parte de madre, que
a ella si que la conociste antes de arrojarse por la ventana, para no perder
más la dignidad, que no soportaba las borracheras de su marido, ni sus líos, ni
sus palizas, ni su lengua, que sólo la usaba para blasfemar. Y ahora le dan a
uno la noticia de mala manera, como en el chiste: “¿Que su padre se llama
Tadeo? Pues no señor, se llamaba.” Y de tenerle ojeriza por lo que hizo en
este mundo, mas bien por lo que dejó de hacer, ahora le echas de menos después
de habérselo llevado por delante el tifus, para una puta vez que bebía agua en
su vida.
¡Lo
que son las cosas, Cleo! ¡Además, hoy,
que tenía que solucionar tantas cosas por lo de Bracamonte! Y la mañana no
termina de abrirse, que me aplasta su media luz más que los recuerdos,
agolpados y martilleándome la mente, torturándome el alma, porque no he tenido
tiempo de decirle adiós. Esto me pasa por dejarlo todo para el final, como los
malos estudiantes, y así me va en la vida, que sólo aprecio el valor de las
personas y de las cosas cuando ya es tarde, cuando las he perdido o me las han
robado, que llevarse el tifus a un padre, por muy pendenciero que fuera -si es
que lo fue, que todavía no estoy seguro- es eso, robarlo de la vida.
¡No
me mires con tanto descaro, Cleo, que te la vas a ganar! Tú a mi lado, como
siempre, rozándome el pantalón, trotando un poco sobre la rompiente, esquivando la espuma de las olas, buscando peces de plata; y, cuando tengas
hambre, cuando ya no puedas más, mueve la cola, que para eso la tienes. No te
creas que vas a encontrar, en mucho tiempo, mañanas tan tristes como la de hoy,
con las barcas tiradas en la arena, casi abandonadas, enseñando los
costillares, que parecen pequeños cetáceos varados y muertos.
Se
ha ido también el viejo lobo de mar; y, con él, las redes que siempre
remendaba, sentado ahí, junto a ése montón de escamas resecas y pestilentes,
con la colilla pegada en el labio y el mechero de yesca asomando por el
bolsillo de la camisa, abombado y deforme de tanto meter de todo menos dinero.
Decía llamarse Albarracín, como el trozo de la sierra Ibérica que suena a noble
sarraceno; y tenía el cutis acartonado y marrón, como las tablas que arroja la
marea. Usaba cachimba de caña y hablaba bajito, con voz cavernosa, dejando
escapar las palabras con mucho humo, que salía también denso y azul por los
orificios de una nariz rojiza, como el vino de las Alpujarras, y enquistada de
puntitos negros de grasa, como aquellos que extraía mamá de mi espalda mientras
yo permanecía recostado, casi dormido sobre su delantal, que olía a romero y a
hierbabuena.
(Ilustración nº
10 - Composición Fotos
7, 8 y 9 –Albarracín, pescadores y pescados- A toda página)
Albarracín
contaba historias lastimeras y recuerdos que movían a la compasión, como mi
propia vida. Pero él se reía de su estampa, que no era precisamente bella ni
envidiable. Y al hablar le sonaban las quijadas y a mí me daba dentera. Había
pertenecido al cuerpo de carabineros, que viene de carabina, escopeta con la
que vigilaban las costas y reprimían el contrabando. De aquél oficio, de noches
duras y mañanas aburridas, le vino su
pasión por el mar. Fue entonces cuando se enroló en un barco que le dio varias
veces la vuelta a éste mundo redondo y jodido. De su época de guardacostas sólo
le quedaba una pensión mísera, algunos contactos entre el hampa para fumar gratis y una devoción por don
Joaquín, el abuelo de Salvador Gabarda, que fue su comandante y protector.
Mi
padre solía hablar de mujeres con Albarracín, que las conoció de todas las
formas y colores y de todas las virtudes y vicios; y a mi no me dejaban
escuchar para que no aprendiera antes de tiempo las cosas de la vida. Veníamos
hasta la misma playa un par de veces al año, cuando bajábamos del pueblo
después de cosechar, para el trasiego de bancos, que sólo confiaba mi padre en
las gentes de Ciudad Dorada, que entre los del campo todo se sabía y nadie se
fiaba, porque son malos –decía- y tienen
muy mal vino y peor leche.
Y
luego de recorrer no sé cuantas ventanillas
y bares, me traía frente al mar, para que yo viera los barquitos y se empapara
él de brisa y de olores, que debían de ser buenos para su cuerpo y su espíritu,
que luego regresaba a Laujar como una rosa salvaje o, mejor, como un clavel
reventón, alegre y optimista, cariñoso y espléndido, que hasta cumplía con mi
madre esa noche, que yo lo escuchaba desde mi habitación y tenía conciencia de
que por la mañana las tortas de aceite iban a saber más ricas, porque ella se
levantaba contenta y esperanzada, confiada y segura de que a lo mejor ya no
volvía él a darle otra paliza en su vida, que ya estuvo bien, que sus días
habían sido duros y sacrificados, monótonos y tristes, hasta que decidió
abandonarlo todo con aquél salto mortal.
¿Te
acuerdas, Cleo? Tú fuiste la primera en acudir bajo la ventana y ladraste como
una descosida, como nunca te había oído, y lamiste su cara de pena y su chorrito de sangre que le salía por la
nariz. Fue un segundo antes de abrir los ojos por última vez para agradecerte
la compañía de tantos años y, quizá también, tu postrera caricia en su final.
Y
ahora les quiero a los dos con pesar y mucha tristeza. A él, porque me engendró y me traía hasta aquí para
ver los barquitos, que entonces arrastraban el copo hasta la playa, hasta la misma
orilla, rozando la proa en la arena y escorando sus panzas a estribor, para que
los hombres de azul saltaran rápido, que luego tenían que tirar ellos de la red
a golpes de soga y de corcho. Era sobrecogedor y dramático contemplar cómo
hervían más tarde los chanquetes, de puro vivos, sobre los restos de algas y
piedrecitas, igualmente arrancadas del fondo del mar como los peces.
“No sufren, Mariano, porque no piensan”,
repetía siempre mi padre. Pero yo lloraba de verlos y él se reía mucho, echando
el cuerpo hacia atrás, con grandes aspavientos, que también era cazador en el
pueblo, además de tratante de ganado; y entendía de animales y de cómo
deshacerse de ellos. Yo le quería porque me daba seguridad y alguna que otra
paliza, que esto último es muy buena señal de grandes sentimientos, menos en el
caso de mi madre, “que sólo se pega a quien se quiere” -decían las
viejas del lugar-, que a los otros no se les hace caso o se les mata
directamente como hizo él con los rojos de Trevélez.
A
mi madre la quería también porque me parió y no quiso que doña Remedios, la de
Frasquito el del Parral, que era ama de oficio y muy dispuesta, me diera de sus
pechos, como a mis hermanas y a otros del pueblo; no, mi madre quiso hacerlo
ella y con grandes sufrimientos, que tenía
los pezones agrietados y no le importaba, que era poco el dolor a
sabiendas de que a mí me entraba en el cuerpo lo necesario para salir adelante.
Por eso la quería y porque me enseñó a leer a fuerza de contarme cuentos y de
hacer que yo aprendiera sobre el libro para no fatigarse tanto, que todos los
cuentos me parecían pocos y los de hadas más todavía.
Sus
desvelos por los hijos, que fuimos cinco, mis cuatro hermanas y yo, no tenían
límite cuando se trataba de mantenernos limpios y bien alimentados. Sólo cuando
Maruja y Conchita fueron mayores, ella pudo descargarse un poco de las tareas
de la casa y del cuidado de los más pequeños, que éramos Sole, Martita y yo.
Pero las tortas de aceite nunca consintió que nos las hiciera otra persona, que
para eso estaba ella levantada desde el primer resbalón de las mulas sobre el
empedrado de nuestra calle, tan pendiente como la cuesta que daba a la vega;
que hacia allí iban los hombres sobre las bestias después de despertar a mi
madre. Pero también la quería por las otras palizas que tuvo que
soportar y por los deshonores vividos en un pueblo tan pequeño, con mil ojos
observando detrás de los visillos; que allí todo se sabe, cuando no se intuye,
y mucho más los líos como los de mi padre, que fueron bastantes y no siempre
con la misma moza o viuda, que en eso si que fue cuidadoso y muy mirado, que él
no hubiera resistido que le pusieran los cuernos y, por tanto, sólo practicaba
con el ejemplo: solteras o viudas.
¿Qué
te voy a contar a ti, Cleo? Tú le
acompañabas en algunas ocasiones, a distancia pero sin perderle de vista, que
intuías sus riesgos en el devaneo y siempre estabas dispuesta a defenderle,
porque era el amo. ¡Qué pequeña eras
entonces! Tu padre, sin embargo, le
llegó a seguir en sus buenos tiempos. Tifón fue el mejor perro que tuvimos y el
más noble y astuto cazador. Él si que aguardaba en la puerta a que saliera don
Tadeo amarrándose los pantalones todavía y con la bragueta a medio abrochar.
Tifón ladraba de contento, como si el polvo lo hubiera echado él, y mi padre le
pasaba por el lomo la misma mano que poco antes había palpado el culo de
Sonsoles, la hija de Tobías Carreño, el aposentador, o el potorro de
Salutación, la viuda de Paco Pepe Salas, el veterinario que se despeñó con el
caballo por el barranco de las yeguas.
Y
mi pobre madre lo sabía todo, que se lo contaba Dulcecita y Carmela Fernández;
que a ellas, aun siendo viudas, él no les hacía ni puñetero caso, muy a los
pesares de las dos, que eran más putas que las gallinas y más cotillas que doña
Esperanza Cabrerizo y Díaz del Pulgar, que con eso de ser marquesa de la Molineta del Cerro Gordo
-tócame los cojones, Cleo-, no se le escapaba nada, porque le iba medio pueblo
con el chivatazo, aunque la odiaban a muerte por noble y por avara.
¡Ya
ves, Cleo, lo que es la vida! Y cuando
mi madre se tiró por la ventana fue porque su marido se lo hizo con tía
Enriqueta, que era lo último que podía esperarse de él: follarse a su cuñada y
en el lecho familiar, donde todos habíamos venido al mundo, incluida la abuela Domitila, que ya no se podía pedir más de aquella cama.
Semejante trance no lo pudo soportar y fue entonces cuando saltó por los aires
con un grito diabólico; porque, ¿se la llevaron los demonios? No lo creo, que ella no era consciente de lo
que hacía, que sólo tenía en la mente aquella escena imposible de borrar, algo
muy fuerte para sus sentimientos, que del marido se podía esperar cualquier
cosa, pero no de su hermana Enriqueta, la menor de todas, que había sido para
ella como una hija.
Ahora
que ya se han ido los dos, querida Cleo, les odio también. A ella, que fue la
primera, por la forma de marcharse de éste mundo, aunque estuviera muy quemada,
y porque nunca le reprochó a mi padre los desmanes que la condujeron, creo que
por instinto más que por otra cosa, hasta la ventana desde la que siempre nos
reñía, nos esperaba o nos decía adiós, menos aquella tarde que no dijo ni pío.
A
él le odio por todo lo dicho, que no es poco, y por encerrarse en sí mismo y en
la bodega nada más morir mi madre; que sólo salía para arrojar el vino de su
cuerpo y dejar espacio para seguir bebiendo hasta perder la conciencia, que a
buen seguro la tenía tan sucia y con tantas telarañas como el desván de casa,
donde guardó, a cal y canto en el arcón de la abuela, todo lo que le recordaba
a mi madre: desde la foto de su boda hasta el corpiño que se ponía para evitar
que las carnes se le cayeran de tanto parir y de encajar palizas.
¡Qué
pena, Cleo! Y ya no podemos hacer nada,
ni siquiera pasear sosegados y alegres, como en otro tiempo, sobre la arena de
la playa, que ha perdido también el
bullicio de los pescadores y las brisas con olor a madera húmeda, a concha de
erizo y a mar en calma.
De
aquellos años ya sólo queda éste ancla... ¿Lo he dicho bien? Nunca he sabido, Cleo, si ancla es cosa
masculina o, más bien, femenina como tú. Da igual llamarla el ancla o la ancla,
aunque me suena mejor lo primero. El caso es que sigue aquí, en el mismo sitio,
como un gigantesco anzuelo doble, negro y oxidado, añorando sus tiempos de vida
activa, cuando se aferraba al fondo entre las algas y rodeada de pececillos
bajo la embarcación al pairo, para que los hombres de azul pudieran pescar y
marearse como Dios les daba a entender. Ahora me vuelve a servir de apoyo su horma
y la siento en mi espalda y parece darse cuenta.
Yo
permanecía quieto a la espera de que el sol despuntara sobre aquel morrón, como
un globo rojo huido de mi mano de niño, igual que aquellos que vendían en la
feria de Ciudad Dorada; porque has de saber, Cleo, que a mi tierra le viene el
nombre por éste Sol que anaranjea el horizonte, los cerros y las casas.
Esperaba
aquí, te decía, sentado y boquiabierto, sin comprender tanta belleza y
semejante misterio, que era todo gratis y lo sigue siendo cada mañana, aunque
muchas gentes no reparen en ello o les dé igual, porque han perdido la facultad
de sentir, de comunicarse con la naturaleza, de apreciar las grandes cosas que se llaman pequeñas. Y
van a lo suyo, que es como ir a ninguna parte.
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