Capítulo XIII
De los ancestros y personalidad de Salvador Gabarda
A
Salvador Gabarda le preocupa la visita del dictador Bracamonte a Ciudad Dorada
más que al Gobernador. Sus impertinencias para con Mariano son fruto de una
personalidad provocadora e hiriente, que nació con él, pero nunca
malintencionada y agresiva, más bien displicente y desenfadada. Le gusta,
sencillamente, poner nervioso a su interlocutor para destacar o llamar la atención ante terceras personas. En la
intimidad, suele ser más comedido en las expresiones y menos ofensivo en los ataques. Eso sí, le encanta
enfurruñar.
Disfruta
cuando no le siguen la chufla, cuando comprueba que ha impactado su frase y el
otro no sabe reaccionar o se queda parado. Valora mucho su propia manera de
actuar, la considera incluso pedagógica y ejemplarizante. Piensa que incita a
los demás a que agudicen el ingenio, a que reaccionen rápidos en la respuesta,
para iniciar así un diálogo más movido y cachondo.
Hasta
el presente, a Salvador Gabarda nadie le ha mojado la oreja en su dialéctica,
en el juego que practica desde que tiene uso de razón. Y eso que fue un niño
más bien solitario e introverso, un poco distante, quizá, por su propia
timidez. Nunca lo ha negado, lo mismo que su despego de carácter con los
andaluces, no así con la tierra, que la lleva muy adentro y presume de
mediterráneo, que no es poco para lo que eso significa. Ser meridional -piensa
y dice Salvador con mucha frecuencia- es como ser de todas partes; al menos, de
las partes cultas del mundo. Como hombre muy leído y viajado, ha tenido la
oportunidad de comprobar y comparar sus afirmaciones. Conoce los cinco
continentes y su expresión favorita es que ha corrido bastante, delante y
detrás de mujeres y animales, nunca de guardias y maricones.
(Ilustración nº
15 – Foto 26 - Nicolás Gabarda - A toda página)
Los
ancestros, por parte materna, le vienen a Salvador de la antigua Provenza, allá
por el siglo X, de donde salió el primer Gabarda para establecerse en Aragón.
De ahí, posiblemente, su carácter terco y empecinado. La familia paterna
tampoco es andaluza. Vienen de Cataluña, de la vieja Tarragona, que para él es
un grado más. En su doble árbol genealógico, en cuanto a profesiones y oficios,
hay de todo, hasta un rey y un santo, cosa que lleva a mucha gala sin llegar a
presumir de ello. Hay también militares y políticos, abogados y médicos, curas
y monjas, hasta un boxeador y un taxista; pero ningún maricón, que se sepa. Tal
vez, esto último, es lo que ha hecho que tenga para con Mariano una cierta
compasión, que no comprensión. Nunca ha entendido las desviaciones de personas
hacia el mismo sexo, aunque provengan, que no es el caso del Gobernador, de la
propia naturaleza o, como él suele aclarar, de una educación afeminada, poco
varonil.
Salvador
Gabarda se considera muy macho. Piensa –lo repite con frecuencia- que la mujer
se muere del primer amor y el hombre del último. Así que se ha pasado su ya
larga existencia esperando a la mujer de su vida, que no acaba de llegar. Ha
sido muy enamoradizo; pero, a fuerza de desengaños, ha terminado por
desengañarse del todo. Ahora es mucho más pragmático y las cosas le van mejor.
Incluso le atribuyen ligues e historias amorosas que ya le hubiera gustado
vivir. Tiene las justas y algunos escarceos con señoras maduritas que, a su
entender y experiencia, son las más agradecidas y viciosas.
Gabarda
puede permitirse estos lujos en su tiempo libre, que le sobra para
semejantes menesteres y algunos más.
Hizo su carrera de jurista, opositó a la Administración Civil, pidió la
excedencia y ahora, como ha podido usted comprobar, nadie sabe de qué vive,
pero vive muy bien. Su simpatía y don de gentes contrarrestan el carácter
provocador e hiriente del que le hablaba. El único defecto para los amigos es
que sea del Barça. Muchos lo justifican por el origen catalán de Salvador, pero
él se encarga de desmentirlo categóricamente.
-Esto me viene de una parada de Ramallet a tiro de
Di Stefano, que lo ví, no en el NODO, sino con estos ojitos que se han de comer
los gusanos.
Quienes
le quieren a conciencia, aseguran que a Salvador Gabarda sólo le falta casarse
y tener un hijo, aunque sea de puta. Pero él no tiene prisa, sigue esperando y
acumulando experiencias para luego no equivocarse. En las tertulias, los muy
allegados le suelen tirar de la lengua, intentan sacarle de los adentros si su
permanente actitud de expectativa se debe a un gran desengaño o a un trauma de
la infancia. Pero Salvador no recuerda ni su primer amor y siempre les responde
con la misma historia.
-Me figuro que sería una de aquellas tatas, asténicas y pálidas, que
solía traerse mi madre de las Alpujarras para servir en casa. Pero sólo
recuerdo a una en especial... Se llamaba Natalia.
Y
Salvador se explaya, luego, en detalles para regocijo de sus contertulios.
-A las madres de estas chicas les encantaba enviar a
sus hijas a Ciudad Dorada con una familia de reconocidas moral y costumbres. De
regreso al pueblo, al cabo de tres o cuatro años, habían adquirido una sólida
formación y muy buenos modales. Sabían hacer, además, croquetas y empanadillas;
artes que las situaban en una posición envidiable para pescar novio, cuando no
volvían ya al pueblo a punto de casarse
con un electricista o fontanero de los que iban por mi casa a hacer chapuzas.
Sin
embargo, para Salvador, lo más atractivo
de aquéllas tatas era lo que aportaban de la aldea, el cómo llegaban a la
capital recién salidas de la trilla y del pajar.
-Me encantaban sus carencias absolutas de modales. Las veía descaradas
y brutas; incluso, groseras y desenfadadas.Como era algo menor que ellas, se
permitían hacerme cosquillas en refriegas sobre mullidos colchones de lana, de
esos que había que varear. Algunas veces, en pleno revolcón, les estallaba la
telilla de sus camisas de colores y aparecían unos senos descomunales para mis
entendederas de entonces. Eran como melones de secano en tamaño y, a todas
luces, sonrosados y aromáticos a la vista y al olfato... y luego comprobé
también que sabrosos al gusto. Solían reventármelos en plena cara mientras
reían frenéticas y desencajadas. Fue el primer despertar a mis instintos de
macho. Luego vinieron las cosas feas y todo lo demás, que ya conocéis.
Aquellos
juegos y experiencias debieron enraizarse con inusitada fuerza y luminosa
fantasía en la mente de Salvador Gabarda. Con los años, sus preferencias hacia
este tipo de mujeres en poco o nada se ha modificado. Le sigue gustando más un
polvo entre gallinas desplumadas y cerdos marraneando a la sombra de un establo, que otro entre sábanas de hilo
y bajo techo con lámpara de cristal de La Granja, incluida.
Para
usted, que viene del futuro, le diría que Salvador Gabarda prefiere a las
lupitas de los culebrones venezolanos que a las Kathleen Turner de su tiempo.
Jamás ha sentido vergüenza por estas
inclinaciones, aunque sí le han llovido de su madre muchas advertencias y
recomendaciones, que suele recordar con gracejo y nostalgia.
-Pensaba que estas aventuras podían perjudicarme y
hasta encasillarme socialmente en el gremio de la construcción. Solía repetir
que eran más propias de los albañiles que de un vástago de buena familia...
Como si trabajar en el andamio significara haber nacido de mala gente. Yo iba a
lo que iba y, por tanto, no tuve en consideración semejantes estupideces. Para
quien lo ha experimentado, retozar con moza ruda y cachonda en un pajar o en
una casa que huele a romero es mucho más apoteósico y divertido que hacerlo con
chica boba en habitación de hotel o en dormitorio que apesta a colonia de
garrafón.
Salvador está convencido de que se goza menos con
las chicas de ciudad y más con mozas de pueblo, que tienen añadidas y
complementarias virtudes y dan rienda suelta al instinto y a la naturalidad.
Son más graciosas, sinceras y agradecidas; y, casi siempre, más limpias y
pudorosas. Te enseñan que la escuela de la vida es más importante y
aleccionadora que las academias de pago o los colegios de monjas.
-De ellas aprendí todo lo que sé; incluso, recetas maravillosas de sus
abuelas, y economía doméstica, además de ordeñar a las vacas y de cantar
letrillas populares ya olvidadas y, sobre todo, me enseñaron a reír.
Gabarda
ha conservado de su rica y dilatada vida sentimental un archivo amplísimo y muy
detallado. Hay en él fichas de casi todos sus escarceos y aventuras amorosas.
En ellas no sólo ha ido reflejando las dudas y pesares, desengaños y éxitos,
depresiones y euforias, sino también datos sobre las mujeres con las que ha
estado que podrían servir para una tesis doctoral. Las tiene catalogadas por
sus virtudes, defectos y aficiones, por sus vicios, caprichos y maldades, por
sus estados civiles, países y razas. Todas están localizadas geográficamente.
Cualquier cambio, después de una ronda de contactos epistolares, que le son
correspondidos, refleja cualquier cambio, con rigor y puntualidad, en las
fichas, que pasan de las doscientas treinta. Para él, que es bastante
selectivo, la cifra no representa un récord. Tiene hasta fotos de todas, que
jamás ha enseñado porque, se vanagloria
de ello, es un señor.
-Ni doy nombres ni cuento mis aventuras, porque soy un caballero y,
además, generaría envidias y podría correr mi “body” peligros innecesarios...
Y
ha sido entonces cuando ha contado la anécdota vivida ésa misma semana por la
actriz y el torero...
-¿Sabéis lo que
acaba de pasarle a Luis Miguel Dominguín? Me lo ha contado esta mañana mi padre
entre risas y con mucho gracejo. Dice que el martes, el torero, después de
cepillarse a la Ava Garner, se subió los pantalones a toda velocidad y salió
corriendo. Ella, sorprendida y algo desconcertada, le preguntó que a dónde
iba con tanta prisa. Y
él, pletórico y con gran regocijo, al tiempo que cerraba la puerta del
dormitorio y de la bragueta, le respondió... "A contarlo, mujer, a contarlo... Y ha sido mi padre el primero en saberlo;
que, como todos conocéis, es muy amigo del maestro, que le ha llamado
enseguida... Un gesto de muy poca
hombría –¿no cree, usted?-; eso está muy feo, que ya está bien de
aventuras amorosas para tener un argumento de conversación...
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