Capítulo IX
De una visita de Mariano a Las
Alpujarras
Va
usted a dejar de apoyarse, por unas horas, en la falsa columna del despacho de
don Mariano Urbinovich y Sánchez-Olmedo, quien ha decidido trasladarse a Laujar
de Andarax para el entierro de su padre y para advertir a los
alpujarreños -de paso- que Bracamonte está al caer, que ya sólo quedan cuatro
días y las calles de Ciudad Dorada hay que llenarlas como sea: aquí te cojo y
te meto en el autocar con cinco pesetas y un bocadillo de sobrasada, si es
menester, que no todos son agradecidos de corazón y entregados a la causa, tan
patriótica y noble como incomprendida por ignorada.
¿Le
gustaría hacer éste viaje? No es mal enclave de la provincia para anunciar el
fausto acontecimiento. Podrían detenerse, ya de la que van, en los pueblos de
la ruta, que es tortuosa y mareante, estrecha y antipática como Dorita López,
la bodeguera de San José; y no como la pintora Refugios de Castro Navalón, de
soltera Refu Pérez, que de beata no tiene un pelo, tal y como afirma don
Francisco Sacristán, el cura de Fondón con apellido de subalterno, quien dice
que la han visto morrear en el Parque Viejo, a sus años, que son más de
cincuenta, con el portero de un cine; a saber si, encima, del Barrio Alto, que
es donde más vicio hay; y no digamos en la sala de proyección, que allí se la
pela todo el mundo hasta en las películas de dibujos animados.
En
fin, como le decía... ¿Por qué no acompaña a don Mariano? ¡Decídase, hombre, que ya no quedan maquis en
la sierra! ¡No tenga miedo! ¿Sabía usted
que al Loritez se lo cepillaron hace unos meses? Era el último que quedaba y le
pegaron ocho tiros, así como suena. Fue en marzo, junto a las tapias del
cementerio, para no perder luego el tiempo, que le hicieron allí mismo la
autopsia antes de embalarlo en el cajón y depositarlo en una fosa común sin
cruz y sin nombre, que nadie reclamó el cadáver por miedo.
Dijo
Melquiades Rodriguez, el forense, cuando estaba ya el Loritez en canal, que no
tenía entrañas, que estaba más hueco que las simas del Cerro del Almirez, donde
lo cazaron con Petra Enríquez, su
amante, a la que mantuvo como a una reina antes de despeñarla por el monte,
porque ya no le servía, herida que estaba de tanto trasiego y de una bicha que
le picó en las nalgas, como más tarde se supo.
¡Qué..!
¿Se ha decidido ya? Pues adelante
con los faroles y póngase cómodo en el
Hispano-Suizo, que va para largo; y, por favor, no se pierda las
recomendaciones del Gobernador y sus comentarios descriptivos y eruditos; con
ellos, puede usted aprender más de la cuenta.
-Procura ir despacio y con
los ojos puestos en la gravilla, Bruno, que no está el horno para bollos, que en
estas curvas se la han pegado ya más de seis por hacer lo que tú estás
haciendo, que no se dónde coño te has sacado el carné, majadero...
Esperemos que un día -y esto se lo digo a usted-,
cuando la Diputación tenga un presupuesto en condiciones, y no los cuatro duros
de ahora, podamos hacer un túnel como es debido, que sobran manos en esta
tierra para horadar montañas o lo que sea. Los romanos sí que fueron
listos, que llevaron el camino por lo alto del acantilado, por allí arriba,
donde nada impide un trazado sin tanta curva y tanta leche. ¿Había pasado
alguna vez por aquí? Cuando las lluvias arrecian, que suelen hacerlo a
destiempo, para fastidiar más a la marrana y a las cosechas, caen las piedras
que da gusto; así que no le recomiendo excursiones a patita, que le puede caer
sobre la cabeza lo que no está escrito. A Heliodoro, un gitano de El Ejido que
vivía más sólo que la una bajo ése puente, se le vino encima, no hace mucho,
media tonelada de piedras; un disparate. Y no se ha muerto, que es lo mejor que
le podría haber sucedido después del cante de la montañita. Ahora va el tío por la calle como una
piltrafa. ¡Y hay quien se queja de sus cervicales cada ocho días! Es que nos lamentamos de puro vicio, mi
querido amigo. Pero bueno, vamos a dejar las desgracias que algo trama Mariano.
-Cuando llegues al desvío de
Dalías, Bruno, te metes por el pueblo para que sepan que estoy por aquí... Y
no-té detengas...¿oyes?
Esto
de aparecer sin avisar es una costumbre que practica Mariano desde su más
tierna infancia, mucho antes del uso de la razón, que a gatas ya se le veía
entrar en las habitaciones con sigilo y desparpajo, sin hacer el más mínimo
ruido, para cazar en flagrante cagada o pecado a quien fuera. A sus hermanas,
sin ir más lejos, las sorprendía en la despensa, muy a menudo, subidas en una
silla y con las manos estiradas hacia los chorizos y las longanizas, que
rezumaban a pimentón y a gloria bendita desde las cañas del techo; así que, de
tal modo y manera, con más dosis de instinto que de conciencia, empezó a
descubrir los sabores de las cosas y el sexo de los humanos.
Ya
de adolescente fue cuando comenzó a sacarle más partido a sus inesperadas
apariciones y presencias... La mano de la criada en el cestillo de la
calderilla de su madre -por ejemplo- le reportaba, como mínimo, una peseta. La
misma tata trincando un puro para el novio en el despacho de don Tadeo suponía
ya, además de la peseta, un par de cigarrillos. Era la tasa que cobraba por su
silencio. Años más tarde, cuando rememoraba tales hazañas entre los amigos del
colegio, siempre le salía Salvador Gabarda con idéntica monserga:
-Si no hubieras sido tan maricón, te hubieras podido
tirar a la criada.
Lo
de hoy en Dalías tiene una lectura diferente. Mariano sabe que su simple
aparición en el pueblo, a bordo del Hispano-Suizo y sin parar en el
Ayuntamiento, va a tener consecuencias
inmediatas. Aquí, la rentabilidad será política y, si me apura usted,
gastronómica. Por lo pronto, ya ha detectado su presencia Manolico “el tuerto”,
el hijo de Remigio, el peón caminero, quien asegura de su chaval que para un
sólo ojo que tiene no se le escapa nada ni nadie; y menos con la escopeta, que
no necesita guiñar antes de darle al gatillo.
-Se lo aseguro, señor Alcalde, que lo he visto pasar
muy despacio y se ha desviado con el coche hacia el pueblo; pero no se ha
detenido, que me lo ha jurado Venancio, el municipal, quien asegura que el
Gobernador iba para Berja o vaya usted a saber, don Antonio.
Como
quiera que todo lo que sube tiene luego
que bajar, como los cohetes y los pijos, Mariano se lo ha organizado así esta
mañana para no echar por tierra las teorías de Newton. Se conoce muy bien al
personal y no tiene la menor duda de que el alcalde de Dalías, don Antonio
Sofres, va a permanecer de guardia en la carretera hasta que pase de nuevo su
menda, que de este modo conseguirá dos objetivos por la noche y por el morro:
pleitesía a porrillos y cena gratis hasta reventar. Luego, a los postres, que
piensa elogiarlos para que no le falten las rosquillas de aguardiente lo que
resta de semana, acojonará un poco al Alcalde, en cuestiones de orden, y que
corra la voz en su zona...
-...Que me ha dicho don
Mariano que no ve mucho entusiasmo entre los jefes locales, entre nosotros,
ante la visita de Bracamonte, por lo que se está pensando mandarnos a tomar por
saco.
¡Mírelo
cómo sonríe! No han entrado ustedes
todavía en Berja, donde se lo va a
montar de la misma manera, y ya está disfrutando de su astucia política.
-No pares tampoco aquí, Bruno, pero toca mucho el pito
para que se nos oiga y se nos vea, que de regreso ya pararemos a merendar
soplillos de almendras.
Desde
la muerte de su abuelo, Mariano no había subido a Laujar, que le impone
bastante y no desea tropezarse ni hablar con la gente, que le molesta recibir
el pésame, por un lado, y que le pidan cosas, por otro; aunque el personal no
sea tan pedigüeño como el de Guarros, el pueblo de más arriba, que nada tiene
que ver el nombre con sus habitantes de hoy, muy curiosos y aseados. Es cosa de
la época de los moros –le oí decir un día a Salvador Gabarda- y de la manera de ser y de estar que tenían.
Para ser ecuánimes y justos del todo -puntualizó Gabarda- tampoco la reina de Castilla se andaba por
las ramas en lo del aseo... Pero ésa es otra historia que en nada puede empañar
su proceso de beatificación, ¡ya sabe usted! porque la guerra es la
guerra...
Y
mientras prosiguen el viaje, Mariano no para de pensar en sus difuntos. Sabe
que al mediodía tendrá que sobreponerse ante el cadáver de su señor padre, y espera
que sea en la intimidad; es más, piensa ordenar que así sea, que para eso es el
Gobernador.
¿Qué
le parece el paisaje? Si hoy se ha
decidido de nuevo Mariano a subir a
Laujar es porque no tiene mas remedio; teme que la ausencia de sus seres
queridos -que mucho presumo que no lo eran en demasía- le vayan desvinculando
de esta tierra poco a poco, que de la
otra, la que tapa a sus difuntos, no la quiere ver ni en pintura, que más
adelante le contaré lo supersticioso e hipocondríaco que es la primera autoridad
de Ciudad Dorada.
Y
hablando de tierra, la azulada que usted ve, la que se precipita en láminas por
el monte, con un color tan chocante como irreal, sí que le trae recuerdos a
Mariano cada vez que enfila la entrada a Las Alpujarras. A la tierra de estos
montes la llaman launa y es tan impermeable como el plexiglás. De niño ayudaba
Mariano a don Tadeo en las labores de extenderla por los techos de la casa y
del corral, que allí no entraba ya ni una gota de agua en la vida, por muy
copiosa que cayera la lluvia sobre las azoteas o por mucho tiempo que
permaneciera la nieve en los tejados.
Don
Manuel Godoy, el maestro del pueblo, que nada tiene que ver con el amante de la
reina María Luisa ni con el ducado de Alcudia, que él sólo se dedicaba a enseñar a los chavales con
paciencia, cariño y sabiduría, le explicó a Mariano que la launa es arcilla de
magnesio, más maleable que dúctil, y que gracias a la naturaleza, que la puso
allí por algo, los hombres primitivos pudieron inventar el vaso campaniforme,
que debió de ser la puñeta por aquellos tiempos, dada su actual popularidad
entre los ceramistas artesanos.
Con
ella podéis hacer cacharricos; solía decir don Manuel a sus alumnos. Pero sólo
Salvador Gabarda, que acudía los veranos a repasar y era muy mañoso con el
barro, como luego demostró también con las mujeres, seguía los consejos del
maestro y se hacía sus propios vasos; eso sí, con más forma de cencerro que de
campana.
Pues
ahí sigue la launa, como puede ver, para quien se la quiera llevar, que la
arcilla de magnesio es gratis como las alcaparras salvajes que salen de sus
grietas, verdes y en cascada de tallos ensortijados, como pelos de pubis;
enredadas sobre la piel del cerro y dispuestas para que usted las meta en
vinagre, si así lo prefiere, y las guarde en un frasco hasta los primeros
salmones del año, atléticos pero cansados, a su llegada al Cauce; como las
últimas truchas del Andarax, gordas y escurridizas, a su paso por el Nacimiento
camino del Puente Verde.
-Bruno, tampoco te detengas en
Alcolea que no hay nada que rascar. Pasa rápido...
(Ilustración nº 12 - Foto 10
– Iglesia de Laujar- A toda página)
No
hay tramo más bello en la provincia de Ciudad Dorada como el llano que usted
ve, roto a lo lejos por aquella torre de la iglesia, que es mudéjar... ¿lo
sabía? ... y tiene un retablo barroco bastante curioso, con lienzos de Alonso
Cano y pinturas en cobre, de la que llama Gabarda “escuela holandesa” para
darse el pegote. ¿Le gusta la torre, verdad? Pues de ella, no hace mucho, se
cayó un chaval cuando empujaba a las campanas para llamar a misa de once. Y
sólo se lastimó los huesos, que salió vivo... “¡Un milagro de la Encarnación!” -aseveró por todas partes doña Violeta
Fuentes, beata oficial del pueblo-.
Pero
siga contemplando, sin pestañear, el valle cubierto de cepas y de historia, de
vino y de leyendas; fue lo último que vieron los Omeyas -de los que ya le
hablaré-, antes de abandonarlo para siempre y a la fuerza.
¿Sabía
usted que aquí nació un poeta bohemio y universal? No le diré su nombre, que le daré sólo una
pista, porque habla su apellido de una villa espesa, muy lejos de la realidad
en un pueblo de mucho copete y mentes lúcidas. Pero, ya que lo he citado, le
dejo un verso para que no olvide el camino de retorno a la tierra donde el
poeta abrió los ojos y los demás sentidos...
“...Han pasado varios siglos. Y aún por calles y montañas,
despreciando los consuelos y placeres que le brindan,
va el viajero misterioso
lentamente...
lentamente caminando todavía...”
Ahora,
escuche bien... Cuando las tardes se despiden tímidas al otro extremo del
valle, los ruiseñores bajan también de sus setos enmarañados a beber agua en
las acequias del huerto de los Arance y en la balsa del jardincillo de los
Egeas, que son familias de blasón y, sin embargo, honradas y sencillas,
desprendidas y sin dobleces, que ya empiezan a escasear gentes así en los
andurriales que pisó el moro.
¿Conocía
usted que los ruiseñores de que le hablaba, tan tímidos y bellos como las
tardes en que se marchan despacito, solitarios y huidizos, tienen un canto
sostenido y recio, algo así como la saeta o el martinete? Son aves románticas que acompañan al
crepúsculo y a las parejas que
entrelazan sus manos al pie de la Ermita de la Salud. Puede usted escucharlos
ahora, sólo trastear en la hierva; no le aseguro que se dejen ver. Están ahí,
bajo el Puente Verde; pegados al suelo frondoso
y húmedo, oscuro y resbaladizo, donde suelen anidar. Les gusta tener sus
vientres de parduzco plumaje impregnados
del frescor de la umbría. Es entonces cuando no cantan.
Ya
no se acuerda el Gobernador, mírelo a lo lejos. Después de hablar cuatro cosas
con el Alcalde... “que si Dios no lo remedia, al Dictador lo tenemos aquí
¡ya mismo... !” se ha detenido para
oír los trinos de toda la vida a la sombra del Puente de sus pecados, en lo más
profundo de las jaras, donde se escucha también el transcurrir del agua, pero
no ahora al ruiseñor.
-¡Vamos, Bruno,
a enterrar a mi padre! Que aquí no se oye nada y ya le he dicho al alcalde lo
que tenía que decir.
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