Capítulo
XII
De las enfermedades imaginarias
de Mariano
A Mariano le gusta palparse las carótidas para
comprobar que sigue vivo. Pone el dedito regordete sobre su cuello, alzando y
retorciendo la mano izquierda, como si fuera a rascarse el cogote, y luego
presiona lentamente buscando el latido, que no siempre localiza al primer
intento para su desesperación y desasosiego.
Suele hacerlo, incluso, en público, convencido de que no le miran; un error, ya que el reojo de
todo el mundo está pendiente de su
pulgar y de sus pavores cuando no encuentra la arteria. A veces, se va del
cuello a la muñeca para trastear el pulso, que es ahí donde más lo tiene a mano
y mejor puede disimular una operación que tampoco pasa desapercibida.
-¿Qué, don Mariano, se la encuentra usted hoy o no da con ella?
Claro
que esta impertinencia siempre le llega de Salvador Gabarda, que no le pasa
una. La tentación, sin embargo, es mayor cuando se quita los calcetines por la
noche. Entonces, cruza las piernas sentado en la cama y observa sus tobillos
alternativamente. Si bajo la piel no se produce una protuberancia rítmica, ahí
va Mariano con el pulgar para ver qué pasa. Suele aprovechar la maniobra para
cerciorarse también de que la temperatura de sus pinreles es la adecuada, que
para eso se lo enseñó Santiago Roncillas, el cardiólogo de la Residencia, que
ya se toma a cachondeo las visitas a casa del Gobernador.
-Usted tranquilo, don Mariano, que está como una
rosa. A su edad, si una mañana se levanta y no le duele nada es que se ha
muerto... Hágame caso, no se observe
tanto y fíese menos de los médicos. Eso otro de las venillas en las piernas es
de la circulación de retorno. No le dé mayor importancia, fume menos cuarterones
y ponga, cada vez que pueda, los pies en alto; y camine, que es muy saludable.
Las
aclaraciones de los galenos se las podían meter por el culo. Al menos, es lo
que piensa Mariano; porque, lo de las venillas, él ya lo tenía catalogado y
asumido como algo natural; tal vez por la transparencia de su piel, blanca
hasta dar asco, y no por lo del retorno de la sangre, que sólo de pensar que se
le mueve por el cuerpo le da grima y se pone a morir. Mariano no sabe por qué
es así, pero está convencido de que le viene de lejos. El terror a morirse le
va a matar cualquier día. Y sus colaboradores y amigos empiezan a cansarse de
que no tenga, en privado, otro tema de conversación que no esté relacionado con
su hipocondría. Cuando pasea, por ejemplo, con Paquito López de Pedro -otro que
pierde aceite y a quien conoce desde la infancia- Mariano se va parando en
todas las boticas y tiendas de ortopedia para ver las novedades en fármacos y
prótesis. ¡Como si no tuviera ya bastante con las revistas médicas que le llegan
al gobierno civil por suscripción!
Espera estos panfletos sanitarios con la misma ansiedad que, años antes,
el último tebeo de hadas en el quiosco de la esquina; pues, ha de saber usted que no le gustaban los del FBI, por violentos
y panfletarios, y sí a los chicos de su
pandilla, que querían ser agentes de la cosa o, al menos, obtener del editor la
insignia plateada de espías a cambio de cinco sellos de una peseta. Ahora, si
algún mes se retrasa la revista médica, monta un pollo en su secretaría.
-¡La tiene que tener alguien, mostrenco! ¿Has mirado
en el despacho del oficial mayor, que es asmático y diabético?
Mariano
está casi convencido de que el primer brote de hipocondría le viene de cuando
murió el padre de Arturito Ramos, otro infante de Capileira que vivía en su
misma calle. Don Segundo Ramos Matamoros, que así se llamaba, se murió de
repente. Estaba corrigiendo unos ejercicios de aritmética, porque era maestro
de escuela, y le dio “un pampurrio”, como le explicó luego la criada al
forense y a la guardia civil, que también se personó. La familia expuso el
cadáver en el salón de estar, situado en el piso bajo de una casa de dos
plantas; y, como hacía calor porque era verano, abrieron los postigos de par en
par. Aquella noche, por turno riguroso para no dar el cante, los niños del
barrio fueron a ver el fiambre de don Segundo instigados por el propio
Arturito, a quien su madre, doña Josefa Espartero Guijarro, largó de la
vivienda para evitar el mal trago a la
criatura, que no podía ni llorar de la impresión, la tristeza y el ahogo.
Mariano fue uno de los últimos en asomarse a las rejas para ver al difunto que,
por higiene, lo habían colocado en su caja de pino junto a la ventana. Fue
tremendo el impacto de aquella visión. Tenía don Segundo muy mala cara y dos
algodoncitos en los orificios de la nariz. Un pañuelo blanco y trenzado le
bordeaba el rostro pasando por la barbilla, para terminar en lazo sobre la
cabeza. Arturito le explicó a sus amigos que así no abriría la boca, aunque
pocos entendieron que un difunto pudiera permitirse semejante atrevimiento.
Mariano
permaneció algo más de dos minutos contemplando el cuerpo sin vida del maestro
de Capileira. Era el primer muerto que veía y se prometió que sería el último.
Días más tarde, el sustituto de don Segundo en la escuela, Inocencio Martínez
Riquelme, le explicó a los chavales que no somos nadie y que todos estamos aquí
de paso. Y comenzó por el final...
-Tenéis que saber, porque es ley de vida, que los muertos de los
cadáveres humanos son, principalmente, los difuntos...
A
Mariano no se le ha borrado de la mente la imagen de don Segundo, tieso y
acerado con una vela. Piensa, por tanto, que su hipocondría es un trauma de la
infancia, que le atenaza y no le deja vivir; pero no se ha decidido todavía a
visitar al psiquiatra, que esto si que le podía perjudicar como Gobernador. Lo
del cardiólogo y el de medicina interna es normal, pues ha de estar en forma
para regir los destinos de la provincia; ahora bien, ir al loquero, como él llama a don Matías Taramundi Bengoechea, el
médico del manicomio, es otro cantar y cosa impensable.
-¡Sólo me faltaba -piensa Mariano- ir al
loquero a pocos días de la llegada de Bracamonte! ¡Qué disparate!
Sin embargo, es la visita del dictador el asunto que
ahora le trae por la calle de la amargura. Se le han acelerado los pulsos y va
por ahí como una moto.
-Te va a dar algo, Mariano
-le ha dicho hoy Salvador Gabarda en el Sotanillo-, y entonces sí que la
vamos a cagar. Debes transmitir serenidad a tus subordinados, que ésos sí que
están nerviosos; pero tú, con la experiencia que tienes -intenta
convencerle-, has de afrontar el trago sin que se te mueva un músculo de la
cara, que semejante cosa queda para los indecisos y los faltos de confianza en
sí mismos. Deberías ponerte a dieta estos días, porque los nervios te hacen
comer demasiado y tienes una ligera congestión que no me gusta nada.
-¿De qué coño de congestión hablas? -salta
Mariano como un cohete-.
-Pues de la que se asoma a tu cara -le responde Salvador Gabarda, para añadir-; no me vayas a contar ahora que los colores que luces son del
maquillaje o de la menopausia...
-Te podías meter los comentarios donde te quepan -sentencia Mariano, increpándole luego-. Eres un ser negativo y despreciable. Lo único que buscas
es cabrearme para que pierda los nervios, ahora que tanto necesito
controlarlos. Deberías estar a mi lado, en estos momentos, y aportar algo
positivo para que todo salga bien; impertinente, que eres un impertinente.
(Ilustración nº
14 - Foto 13 – Residencia Mariano- A toda página)
Mariano sale del Sotanillo sólo y acelera el paso
para que nadie le alcance camino del Gobierno Civil. Cuando sube las escaleras,
a cinco metros ya de su despacho, se detiene en el rellano para mirarse en el
espejo. Su rostro está, ciertamente, congestionado y enrojecido, como le acaba
de decir Salvador Gabarda, y termina de subir los escalones con el pulgar en la
carótida. Ya en el despacho, llama a su
secretario, Cándido Maturana, para que resuelva lo que acaba de decidir.
-Llama al matasanos ése de Santiago Roncillas y dile que se venga
pitando con todos los aparejos, que me siento muy mal y me va a dar algo.
A
Mariano no le va a dar nada, aunque nunca se sabe; pero necesita al galeno para
que le ponga las pilas. Presiente que esta noche, de no cambiar impresiones con
el cardiólogo, va a tener un ataque de terror. Si compartiera techo y cama con
alguien -piensa siempre Mariano en estas ocasiones-, la cosa sería diferente,
más llevadera; pero, cuando se retira por las noches a su habitación, mal
acompañado consigo mismo, presiente que no va a haber otro mañana para él, que
de ésta no pasa y habrá, por tanto, esquela con su nombre en el periódico; y,
eso sí, pomposo funeral con falsos discursos de elogio.
No
se mueva usted ahora de la falsa columna y observe la mirada perdida del
Gobernador. Aunque parezca meditar, le está dando vueltas a lo mismo. Ya verá
lo que tarda en abrir el cajón y sacar la revista médica, que este mes se ocupa
de las diarreas estivales...
¿No
se lo decía? Ahí lo tiene. Y lo peor es que cree tener todos los síntomas que
el investigador describe en su trabajo. Es más, suele detenerse Mariano en
aquellas observaciones que apuntan la posibilidad, aunque remota, de que una
simple cagalera de verano puede confundirse con un cáncer de colon galopante e
irreversible. Ya lo tiene él, si ha ido hoy más de dos veces al servicio. Ahora
se palpará el vientre e irá al cuarto de baño para enseñarle la lengua al
espejo, que es otra de sus rutinas diarias.
¡Para
que contarle a usted la que armó un día después de tomarse un polo de fresa!
Estaba convencido de que el color de sus papilas tenía un origen gangrenoso y,
por tanto, fatal. Sólo el médico de cabecera, Alfredo Borregón, le puso las
cosas en su sitio.
-¿Y si en vez de un polo de fresa hubiera sido de menta? Déjese de pamplinas, don Mariano, que nos va
a enterrar a todos.
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