Capítulo XV
De cómo una bañera de granito
despierta el pasado
Salvador Gabarda va a tener
que trabajar para la causa que, en su manera de expresión, sarcástica y
desenfadada, no es otra que la Movida. Y, a estas alturas, todo se mueve en Ciudad
Dorada en torno a la visita del dictador Bracamonte.
Mariano Urbonovich pensaba que el acontecimiento lo
tenía atado y bien atado, desde el recibimiento oficial y populachero hasta los
discursos y el Tedeum en la catedral, con entrada bajo palio; pero olvidaba
algo tan importante como el protocolo. Se lo ha recordado el gobernador de
Murcia, Angel Foncillas de Bustos, a quien llamó esta mañana para cerrar
definitivamente el evento, dado que ha
sido la última autoridad provincial en recibir al Caudillo Invicto.
-Si te falla el protocolo, Mariano, de nada sirve
todo lo demás. Te lo digo yo, que las reglas ceremoniales, ya sean diplomáticas
o palatinas, hay que tenerlas muy presentes en estos casos. Tienes que saber –le ha dicho- a quién sientas al lado de Bracamonte y
conocer muy bien a la persona que le va a explicar lo de la cultura Argárica y
el vaso campaniforme. Durante el banquete –ha querido concretarle-, no
puedes colocar al obispo junto al Caudillo, que tienes que sentar a tu mujer,
siempre a la derecha; y, puesto que eres soltero, has de buscar a otra señora
de alta dignidad, como puede ser la del alcalde. Y a la izquierda, lo mismo:
una dama de abolengo y, si es posible, simpática y discreta. Lo del
cicerone también es fundamental; no me
vayas a elegir a un cenutrio de la edad de Bracamonte, por mucho que sepa del
Cuaternario. Búscate un tío joven, bien aparente y nada sospechoso, para que el
Caudillo se regocije con los hombres del
mañana. Ten muy presente lo que te digo, Mariano. Ya sé que no es fácil, pero
localiza a una persona de tu máxima confianza que te descargue de tan complejo
menester.
Después
de colgar a Foncillas el teléfono, a Mariano se le han subido los testículos a
la altura del primer botón de la camisa... ¡Vamos, para entendernos..! Se le han puesto los huevos de corbata. El
gobernador de Murcia le ha abierto los ojos, pero le ha dejado el cuerpo de
mala manera y de peor calentura. Ha tardado varios minutos en reaccionar, en
admitir que no lo tenía todo tan atado y bien atado; le ha jodido, en fin, que
Foncillas le pusiera en razón.
Mariano enciende entonces un cuarterón y bebe a
pequeños tragos, porque está muy caliente todavía, un ponche que le han traído
del Sotanillo. Entre calada y sorbete, empieza ahora a cavilar. Y, esta vez, no
tarda mucho en dar con la solución... Piensa en Salvador Gabarda como la
persona, si no ideal, sí al menos la más
idónea para encargarse del protocolo durante la visita de Bracamonte. Es un tío
de mundo, bien parecido e inteligente –piensa convencido-, pero desconcertante
por su dialéctica y forma de ser. Ya le
había dado un toque, en el sentido de ofrecerle una posible colaboración
en el Gobierno Civil; pero todo había quedado muy en el aire. Ahora ya está
decidido; tal vez por aquello de darle la oportunidad de responsabilizarse de
algo concreto y de reciclar o recomponer su compleja personalidad al servicio
de una misión que, sin duda, aceptará de buen grado. Ha sido entonces cuando ha
cogido el teléfono para llamarle.
-Salvador, te necesito; quiero que me organices el protocolo durante
la visita de Bracamonte y, si sale bien, ya sabes que podrás seguir trabajando
a mis ordenes en esta casa mientras yo sea gobernador.
Gabarda
ha aceptado sin pestañear la oferta de Mariano y ha pensado en relajarse de la
mejor manera posible para, con calma, darle un par de vueltas más al asunto. Ha
sido entonces cuando se ha dirigido a la biblioteca de su padre para espigar en
las estanterías hasta encontrar un ejemplar que le sonaba: un libro inglés de
protocolo. Lo ha localizado enseguida y, con él en la mano, ha cruzado media
casa hasta llegar al cuarto de baño. Allí, ha llenado la bañera con agua
caliente, bastante caliente, se ha quedado en cueros y, sin soltar el libro, se
ha introducido con mucho cuidado en la cubeta, ayudado con los codos, hasta
sentarse y cubrirse de agua sin chapotear. Considera que, a todas luces, en el
libro que ya empieza a hojear, hallará materia y soluciones para su inminente
cometido; normas británicas, en lo referente a protocolo, tan exquisitas como
excéntricas. El libro elegido se titula "Pompas y circunstancias al
servicio de Su Majestad", de Lors Staffa.
La
bañera, como reclinatorio para la lectura, más bien tumbona, es un hábito que
Salvador conserva desde su más temprana edad. En ella, Gabarda hacía los
deberes, se dormía y se meaba; ahora, con el agua muy caliente, que eso si que
es primordial y muy relajante, suele leer y meditar; a veces, incluso, se
duerme también o se mea como antaño.
Cuando
sus padres decidieron cambiar de casa y de muebles, Salvador, por nostalgia, se
quedó con la vivienda familiar y reformó aquello que le tocó en suerte. Regaló
algunos muebles a sus hermanos, restauró los más entrañables, como el
dormitorio y los armarios de luna -de maderas nobles- y compró otros de nuevo
diseño para los salones, el comedor y la cocina; pero, el cuarto de baño
permanece intacto, incluida la bañera, el inodoro, el bidé, la grifería y, por
descontado, todo lo demás, como la decoración y las cortinas. Por eso, cada vez
que se recuesta en la bañera, la vista de Salvador Gabarda se pierde por la
estancia y se traslada al pasado.
El
primer recuerdo de su infancia, que conserva nítidamente vivo en la memoria, es
el de la bañera de granito, áspera y amarillenta, adosada a una pared de azulejos grises y relucientes.
Y bajo su panza oronda y siempre húmeda, el hueco que utilizaba de refugio cada
vez que su escasa razón, o quizá instinto, hacia él le conducía para escapar de
las reprimendas de sus mayores. Era un hueco con las características y
requisitos del escondite perfecto, en el que pudo descubrir, con la experiencia
de su frecuente utilización, que no estaba sólo en la penumbra. De las mugrientas
crucetas de los azulejos, donde nunca llegaba la luz y menos el estropajo, a
veces salían -sin pena ni gloria- otros seres diminutos y negros que se
ocultaban para escapar como él de represalias más violentas e irreversibles.
Con el tiempo, Gabarda supo que se llamaban curianas y que actuaban con
sorprendente astucia e inusitada prudencia, pese a formar parte del más bajo
escalafón biológico.
Según
la madre de Salvador, doña Ana Pantoja, entre las peores familias de estos
insectos femeninos, que nunca escuchó llamarlos “cucarachos” ni “curianos”,
se encontraban las volantonas y callejeras; pero, las más listas y sucias eran
las pequeñas que, siempre de noche, salían de su escondite en busca de
alimento. Las puñeteras y sucias “alimañas”, que así las calificaba don
Nicolás, el progenitor de Gabarda, no se conformaban con los pellejos de uvas y
albaricoques que el propio Salvador y su hermano Jesús introducían en la
oquedad, con gran pericia y singular puntería, a golpe de mano y remate de pié.
A veces, aquellas cochinillas de humedad, que así aparecían clasificadas en los libros de Ciencias Naturales, se
presentaban como aletargadas e inertes sobre el grasiento potaje de una olla o
flotando en la leche de una cazuela. Incluso llegó a verlas bregar, con sus
repelentes patas y abominables antenas, encima del nutritivo y blanco elemento
en un postrero intento de alcanzar un iceberg de nata; quien sabe si para
sobrevivir o hacer la digestión reposadamente. El caso es que allí, en las
entrañas de semejante escondite, le hacían compañía a Gabarda, o él a ellas, en
una perfecta, muda y extraña complicidad. Y salvando las distancias, por
razones obvias para uno y otras, aguardaban en semejante situación el momento
más propicio para salir: Salvador de día y las curianas al oscurecer.
El
suelo del cuarto de baño lo configuran, aún hoy, un mar de losetas negras y
blancas, algo así como un desproporcionado e irregular tablero de ajedrez en el
que los reyes eran entonces los padres de Salvador y los alfiles él mismo y sus
hermanos. Las restantes fichas estaban representadas por los muebles y enseres
de la estancia. Con un poco de imaginación, las torres podían ser los armarios
y los caballos los incontables juguetes. La legión de peones, tal vez por su
condición de infantes, los relacionaba Gabarda con los zapatos, siempre en
desorden y a la desbandada por todo el suelo, razón suficiente para recluirse
en el escondite de la bañera, en evitación de un arresto de mayores
consecuencias y proporciones.
En
éste lúdico campo de batalla transcurrieron muchas horas de la niñez de
Salvador que, pese a todo, las recuerda como felices y eternas. Aquí fraguó
miles de travesuras y proyectó otras tantas sin apenas control, que era el
único sitio de la casa donde estaba justificado actuar bajo llave. En la
estancia, por ejemplo, hizo su primera hoguera con papel higiénico para
comprobar la efectividad de las comunicaciones por humo, tal y como había
tenido la oportunidad de ver en un rancio celuloide del Oeste, donde el jefe de
la tribu, desde una atalaya rojiza, advertía a sus compinches de la llegada
inminente, con malas intenciones y mejor armado, del Séptimo de Caballería.
Hecho que deploraba Gabarda, durante la proyección, ante el asombro y desprecio de sus amigos,
que no compartían su posición a favor de los apaches y, en su caso, de los
síus.
La
ya desgastada bañera, donde ahora se relaja Salvador con el libro de protocolo,
se bruñía cada sábado para remediar el rasposo acomodo de los usuarios, que
eran todos los miembros de la familia Gabarda Pantoja y alguna de las tatas;
esto último, siempre y cuando no estuviera doña Ana en casa, que era muy mirada
y escrupulosa, además de racista... “Los negros, sencillamente, no debían de
existir...” –solía repetir con frecuencia-. Y lo que era más fino, cuando
hablaba con sus amigas de las nuevas máquinas para el hogar, también se repetía
con otra cantinela: “Convenceros de que los mejores electrodomésticos son
los que dicen “sí señora”.
La
operación de limpieza de la bañera se realizaba con un producto de dudosa
procedencia, semejante en color y textura al salvado de harina, que una
anciana, María Lucrecia, voceaba y, a veces, lograba vender por las calles de
Ciudad Dorada bajo el nada original nombre de “tierra de los baños”.
El extraño mejunje arenoso, desgranado y disuelto en equilibrada proporción con
agua del grifo, se vertía sobre el fondo de la cubeta. Luego, sin demora, se
restregaba y esparcía rítmicamente con un ovillo de esparto. La tarea proseguía
con resultado aceptable gracias al buen oficio de la sirvienta, Olalla Pérez, y
a los retoques finales de un cepillo metálico, también llamado de púas, que
compraban en las droguerías. Como remate de la operación, la señora de la
limpieza espigaba con las manos en el fondo de la bañera para retirar un
amasijo fétido y peludo que luego tiraba al retrete con los consiguientes
atranques periódicos que, en más de una ocasión, inundaban literalmente de
mierda la estancia, pese a las advertencias de doña Ana.
-¿Y ahora, qué... ? ¡Otra vez a llamar al latonero,
que lo vamos a hacer de oro!
Por
aquellos años, el niño Salvador Gabarda nunca solía retozar en la bañera sin la
compañía de algún juguete. El más asiduo era un caballo de cartón que, con el
tiempo y las sucesivas mojaduras, apenas se sostenía sobre una frágil
estructura de madera. Con un tirajo de cuero lo arrastraba por un largo pasillo
hasta el cuarto de baño. Una vez allí, ambos iniciaban el ritual de la ducha;
porque el instinto le dictaba que el caballo jamás hubiera resistido una
zambullida en toda regla. Aún así, el pobre animal no tardó mucho en sucumbir
descuajaringado. Antes de que esto ocurriera, Salvador retocaba periódicamente
y con mucho mimo la lengua de su juguete con un pincel impregnado de acuarela
roja. Recomponía así los primeros síntomas de la descomposición del equino, al
que llamaba “Emilico” en memoria de un amiguito muerto en la carretera cuando
aún no había empezado a vivir.
Al
caballo de cartón le debe Salvador unas fiebres tifoideas que a punto
estuvieron de llevárselo al otro mundo. Sucedió de la manera más natural para
sus cortas luces. ¡Vea!
Después
de fregar una de las sirvientas los suelos de la casa, Salvador pretendió que
su caballo bebiera en el cubo donde reposaba ya el agua resultante de la tarea
doméstica. Como quiera que “Emilico” se resistía a beber, Salvador quiso
predicar con el ejemplo; y de ahí las fiebres que le hicieron perder un curso
de preescolar.
Como
puede usted ver, Salvador Gabarda está a punto, ahora, de echarle un vistazo al
libro de protocolo, pero se resiste. No puede hoy concentrarse. Su mirada
permanece fija en el gran espejo del armario situado al otro extremo de la
bañera, justo al lado de la pequeña estantería donde permanecen dobladas las
toallas. El espejo empieza a empañarse ostensiblemente por el vapor del agua.
Salvador se recuesta un poco más en la cubeta y con los dedos de su pié
izquierdo hace girar el grifo del agua caliente. En un instante vuelve a sentir
el calor a lo largo y ancho de su cuerpo, cuya primera desnudez descubrió -aún
lo recuerda hoy- frente a ése gran espejo que vuelve a empañarse por
completo. El sopor se apodera de
Gabarda, que deja escapar sin control el orín
mientras entorna los ojos y entra ya en un estado de semiinconsciencia.
En
el trance rememora una última imagen frente al espejo. Ve reflejada a su
espalda la silueta de don Nicolás, que proyecta sobre el hombro del pequeño
Salvador la figura de un duende al que llamaba Fernandito. El inexistente
personaje, acaso el dedo pulgar de quien le dio la vida, acompañó siempre su
infancia y aún cree verlo en la oscuridad como un tótem ahuyentador de males y
entuertos; que, para tan nobles fines, lo inventó el padre de los Gabarda.
Salvador
se ha dormido y el libro de protocolo, como en otro tiempo el caballo de cartón
de sus recuerdos, empieza a sucumbir bajo el agua tibia y turbia de la bañera.
Ya sólo se mantiene a flote la cubierta con letras doradas que permiten leer,
todavía, “Pompas y circunstancias al servicio de Su Majestad”.
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