Capítulo IV
De las cebolletas y otros sujetos
resbalosos
La
calle del Teatro Principal está sembrada de adoquines que parecen crecer allí
donde más se estanca el agua de la regadora. De tal suerte que los carros se
descuajeringan al pasar; y, si son los de la basura, más todavía, porque los
tablones verdes que configuran su esqueleto no dan para muchos trotes. Tenga
cuidado, pues, de pisar con tiento, no sea que vaya a patinar sobre la primera
cebolleta que se tropiece. Algunas son muy traicioneras y resbalosas, como las
mujeres, y tienen capas finísimas de telilla que apenas se ven cuando están ya
incrustadas entre los bloques de granito.
Don
Facundo Colmenares, el de la papelería de Santo Domingo, se rompió la crisma un
viernes por la tarde al no fijarse bien en ésas telillas de las cebolletas.
Cuando se lo llevaron a la Casa de Socorro para ponerle unas lañas, el médico
de guardia, Paco Rebolledo, a punto estuvo de perder la conciencia al verle en
semejante guisa: brotando la sangre de las sienes a porrillos.
-¡Qué barbaridad, Facundo! ¿Cómo te lo has
hecho?
-Me he roto la crisma, Paquito, al cruzar la calle.
Las malditas cebolletas de siempre...
Facundo
Colmenares -como puede usted ver- tenía muy claro dos cosas: que los adoquines
resbalaban por las cebolletas y que todo golpe en la cabeza era como dárselo en
la mismísima crisma. Lo primero podía ser discutible, pero lo de la crisma lo
tenía muy claro. Figúrese si lo sabía, que una mañana tuvo que restregarle a
don Eusebio Povedano, el fiscal -después de insultarle- un libro de Pérez
Galdós que hablaba de la crisma. Era la prueba para que el togado se enfundara
su incultura donde le cupiera. Una historia aparentemente inverosímil -pero
cierta- que empezó más o menos como le voy a contar.
(Ilustración nº
5 - Foto
4 – Papelería – A toda página)
Había
entrado un niño a comprar una goma y dio un traspié en el escalón de la
papelería. Fue entonces cuando Facundo le puso un duro con un pañuelo para contenerle el chichón, mientras la
criatura gritaba como un gorrino.
-Has estado a punto de romperte la crisma por no mirar.
Don
Eusebio, que había nacido en Valladolid con el siglo y se consideraba, por tal
casualidad, un humanista, no daba crédito a semejante expresión.
-Ajuste su vocabulario a la Real Academia, mi
querido amigo, que para eso tiene usted una papelería.
Facundo
no lo pudo evitar. Le llegó la impertinencia del fiscal como una pedrada en el
ojo; y le puso en trance de embestirle a ciegas. Aquella mañana, además, le
regurgitaban todavía los tejeringos con chocolate que le había preparado de
desayuno doña Clotilde, su esposa; así que explotó.
-No me cago en su padre por si soy yo, don Eusebio.
¡Qué
borde! ¿Verdad? Parece un contrasentido decirle tamaña ocurrencia y hablarle de
usted a la vez. Pero no quedó ahí la cosa. Le sobró tiempo a Facundo para
restregarle por las narices los Episodios Nacionales de don Benito.
-Lea, lea, majadero. Se va usted a tragar todo lo que dijo; o de lo
contrario voy a ser yo quien le rompa la crisma.
¿Qué
le parece? Fue aquí mismo, a dos metros
de donde usted se encuentra. ¡Y no le pasó nada! Todo un fiscal y tuvo que tragarse el insulto entero al no
conseguir testigos. Cuando lo contó después en el Casino, entre socarrón e indignado, sólo obtuvo risitas de los
contertulios; porque, la verdad, don
Eusebio –pensaron todos- no se merecía otra cosa, por chulo y peligroso.
Tire
la colilla ahora y no se me distraiga que sale el gobernador de la barbería. Si
no le pierde de vista, va a tener usted la oportunidad de conocer a un sujeto o
individuo mucho más resbaloso que las cebolletas y las mujeres. Mariano trata
de esquivarlo siempre. Está seguro de que sabe lo suyo con Gasparito Expósito y
procura –como le digo- evitarlo; incluso, cruzarse con él, aunque pocas veces
lo consigue. Se siente perseguido por todas las calles de Ciudad Dorada como una
mosca cojonera, pertinaz e impertinente, que le viene al burro por el pelo de
abajo; que se agarra y no se suelta. Mariano teme que un día se chive y lo
cuente todo; que vaya diciendo por ahí que la primera autoridad de la provincia
es maricón, que se lo hacía con el tonto del pueblo bajo el Puente Verde. Pues
ha de saber usted que el resbaloso veraneaba en las Alpujarras cuando Gasparito
sucumbió entre los matorrales ante las artimañas del futuro gobernador. En
Laujar le contaron algunas cosas; simples migajas para lo que más tarde
descubrió sin que nadie le ayudara.
Se
llama Salvador Gabarda y lo de resbaloso le viene también por su afición y
apego a las mujeres. Siempre dice que éstas se mueren del primer amor y el
hombre del último; por eso sigue buscando, enamoradizo y reincidente, sin
reparar demasiado en la carga discriminatoria que encierra lo que pregona. Es
como un don Juan de poca monta, con la reputación marcada, más de lo debido; y
con historias atribuidas que ya le hubiera gustado vivir. Suele estar donde menos se le espera: en un bar, detrás
de usted en la cola de un cine, sentado en el último banco de una iglesia, a la
vuelta de la esquina... a cualquier hora.
-¡Hombre, Mariano, qué casualidad!
A
Salvador Gabarda lo terminó de conocer Mariano en el colegio de los frailes con
lechero. El futuro gobernador y el resbaloso compartieron curso durante tres
años y no congeniaron. Ambos se incorporaron a clase en el mes de octubre,
cuando las moreras de La Rambla, de hojas ovales y frutos verdosos, dormitaban
ya en el umbral del otoño; encorvadas, aparentemente secas, a puntode
recibir cada mañana, como un rocío esperpéntico y ácido, el orín de los alumnos
madrugadores. Allí estaban también Mariano y Salvador, chorra en mano, a ver
quien llegaba más lejos con la primera micción del día, calentita y humeante,
dirigida hacia el tronco de los árboles de la seda; partiendo de ésos otros
gusanos, aún vírgenes y embraguetados,
con vocación de mangueras.
Aquél
sí que fue un buen encuentro inocente y casual y no el que se dispone a
presenciar usted ahora.
-¿Qué haces tú por aquí, Salvador ?
-Tomaba el pulso a la calle, Mariano.
Sin
pestañear, pegue ahora la oreja al caballero resbaloso porque le va a soltar al
gobernador lo que éste se temía. . .
-¿Quién podía imaginar que aquél raquítico
alpujarreño y un poco marión iba a llegar tan alto?
¿Ha visto usted? Esto le pasa a Mariano por no afeitarse en casa, por salir a
la calle en horas de oficina y frecuentar los andurriales que deambula a sus
anchas Salvador Gabarda. Como si no lo supiera, como si no estuviera enterado,
por sus propios ojitos, del terreno que pisa. Y para colmo,
empieza a ser sospechosa la vieja manía de ponerse en manos del peluquero
Braulio, "el Palmeras", que pierde aceite por todas partes. ¿Es que no hay más barberías en la ciudad? Cualquier día le va a costar un disgusto; porque el
barbero, mientras le soba -que no se le puede llamar de otra manera a lo que él
denomina “masajes
faciales”- le mira el paquete y le narra historietas de su etapa
gaditana. Algunas son bastante oscuras e
inquietantes, que nada aportan al buen gusto y decoro, y que, además, ponen en
entredicho, no ya la masculinidad del fígaro, con las tijeras que se le caen,
sino la del propio gobernador, que se le empieza a notar demasiado el asunto
entre los muchos clientes que aguardan, fuman, cuchichean y escupen.
¡No
sé como va a salir Mariano del lance tendido por Salvador Gabarda! Si le entra
al trapo como un miura, lo puede lamentar; porque es lo que busca el resbaloso.
-Eres como el Guadiana, Salvador, que apareces cuando menos se te
espera. ¿Qué tal te va?
-No también como a ti, por lo que veo.¿Me figuro que estarás en
capilla? Por cierto... –cuestiona Gabarda-¿Sabías
que Orestes Expósito, el ayudante de campo de Bracamonte, es hermano de
Gasparito Expósito?
Se
veía venir. Cuando el resbaloso se ha puesto en jarras, podía esperarse
cualquier cosa. Y encima ya está en escena, como todas las mañanas, la gitana
Encarnación con su churumbel. Se detiene en cualquier corro, escucha, abre los
ojos como alucinada y, mientras el niño moquea, te toca varias veces en el
brazo. No se puede usted hacer idea de lo nervioso que se pone Mariano cuando le palpa.
-¿Te la digo, resalao?
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