Capítulo XVII
De un Instituto con solera
Al biscuter del director del Instituto, don Melquíades
López López, lo han subido entre seis alumnos de cuarto curso hasta la azotea
del edificio: ochenta escalones y cuatro rellanos. Ha sido el mismo día en que
otros dos alumnos de tercero han llenado de azúcar el depósito de gasolina de
la vespa de don Alfredo Herrera, el cura que imparte, como no podía ser de otra
forma, la asignatura de Religión.
Cuando le han contado lo del biscuter al padre del
resbaloso, don Nicolás Gabarda, que está en cama con gripe, no se lo podía
creer; ha dicho que no tiene explicación, que la cosa parece irreal. Conoce muy
bien al director del centro y no encuentra motivos para tanto esfuerzo y tan
mala leche; que subir un biscuter –ha comentado- hasta el terrado, a cinco
pisos de la calle, aunque haya sido entre seis chavales corpulentos de 14 años,
tiene migas.
Pues, ¡ ya ve usted! Lo han hecho hoy, jueves, a
primera hora de la tarde, cuando don Melquíades daba su clase de Aritmética con la misma
parsimonia, meticulosidad y sapiencia de siempre; porque todos le consideran y
reconocen como un excelente catedrático y mejor persona. Todavía, si usted lo
pregunta hoy, más de medio siglo después, nadie sabrá exponerle las posibles
razones que han tenido los seis cafres para acometer semejante fechoría. Tal
vez haya sido, como se suele decir, “por hacer una gracia”, que maldita
la tiene para el propietario del artilugio de tres ruedas cuando el bedel, León
García, se lo ha comunicado hace un rato con todo lujo de detalles; eso sí,
salvo los nombres de los autores del estropicio, que la cosa no entra en sus
obligaciones y que, por descontado, ya habrá chivatos que los denuncien.
-Señor director, que su biscuter está en la azotea del Instituto junto a la
canal de desagüe, que me lo ha contado doña Pruden, la señora de la limpieza,
que ha visto como seis chicos lo subían sin descansar, de un tirón; que, manda
cojones... Y usted me dispense la expresión –le ha
dicho- que por muy poco que pese un chisme de ésos, sus trescientos
cincuenta kilos no hay quien se los quite. ¡Ya ve que putada, don Melquíades,
que veremos a ver quien coño lo baja ahora. !
Y perdone usted otra vez mis palabrotas...
No se puede usted imaginar la cara del director del
Instituto cuando ha conocido la noticia: totalmente desencajada y con una mueca
que parecía de chiste. Debo decirle, sin embargo, que no le ha encolerizado un hecho tan
lamentable, que se ha quedado mudo varios minutos, sin mediar ni un suspiro,
hasta que ha reaccionado de la manera más insospechada:
-Pues ahí se va a quedar...
Ahora, alguien del claustro, me parece que el profesor de
gimnasia o Educación Física -que también la denominan así-, don Paco Sastre,
insinúa una fórmula para resolver el problema que, ¡menos mal!, es aceptada por
aclamación...
-Hay que dejar a los
chavales una puerta abierta, que ellos mismos recapaciten y devuelvan el cacharro al lugar donde lo
tomaron prestado...
-¡De eso nada. ! –responde
la esposa del afectado, doña Consuelo Madurga, quien también es profesora
auxiliar, para añadir- Esos niños son
unos animales, que son capaces de bajarlo, sí, pero tirándolo desde la azotea a
la calle, que me los conozco muy bien, que deben ser los del barrio de la
Pescadería, que he mirado el interior de mi coche, por si faltaba algo, y huele
a bacaladillas...
Todos se miran y, en décimas de segundo, piensan lo
mismo en un alarde olfativo de indudable precisión; si bien, descartan
enseguida tal posibilidad, “No puede ser... –asevera don Rodrigo Olsen,
profesor de Dibujo, de viva voz-... porque doña Consuelo pasa ya de los
cincuenta y la cosa parece improbable”.
Lo extraño es que, en la reunión del claustro, nadie
ha elevado una protesta por lo del azúcar en el motor de la vespa de don
Alfredo; y eso que él estaba también presente. Más de uno, casi con toda
seguridad, incluido el propio cura, ha pensado que el hecho estaba mas que
justificado, que don Alfredo se pasa de castaño oscuro con el alumnado y que lo
del azúcar es poco castigo, que han debido de meterle mierda en el motor,
directamente.
Parece una barbaridad y una bordería, pero ha de
saber usted, para comprender a todos, qué hace el profesor de Religión cuando
un alumno es sorprendido sin poner atención en clase. ¿Se lo digo? ¡Ya verá..! Sencillamente, le pone un “uno”
en su casilla de notas y así, como nunca puntúa por encima del “siete”, ya
tiene el chaval un suspenso de media. No le debe de extrañar, pues, que le
conozcan, no ya en el Instituto, sino en toda Ciudad Dorada como “Atila”, que
no es necesario explicarle por qué.
Visto lo visto, reconoce ahora Salvador Gabarda ante
el Gobernador que encargar a estos alumnos del Instituto unos murales
patrióticos sobre la visita de Bracamonte a Ciudad Dorada puede ser tan
peligroso como asistir a clase de don Alfredo, que él también la sufrió hace
unos años.
-Tenemos que correr el riesgo –le
ha dicho a Mariano-, que tal vez sea un estimulo para los críos y hasta es posible que lo hagan bien.
Y
ahí ha quedado la cosa. El propio Gobernador ha ordenado a Paco Sastre que
suprima esta misma tarde la clase de Gimnasia y que hable con su camarada
Beltrán Olmedilla, para que, como titular, suspenda también la de Formación del Espíritu Nacional.
Mariano ha sido muy tajante.
-Os reunís los dos con todos los alumnos mayores en
el salón de actos y les explicáis lo del mural; que dediquen todo el fin de
semana –ha matizado- a trabajar en equipo, por “escuadras”, que es lo más eficiente; y así
sabremos si hay coherencia política de grupo. Les podéis asesorar, pero no
quiero -ha precisado el Gobernador-, nada
al dictado. Que los pliegos de cartulina, las pinturas y las tintas –ha sentenciado para terminar- las
aporten el Instituto, que es la mejor manera de implicarlo en esta tarea
patriótica... ¿Alguna observación?
Ninguno de los dos
profesores, después de mirarse, ha abierto el pico. Paco Sastre, incluso, ha
aplaudido la decisión para sus adentros, que no tenía hoy ganas de sacar a los
chicos al patio para correr, que hace mucha humedad para que, con su abrigo de
siempre y el puro, les marque el paso entre toses y gargajos.
Es
la hora del recreo y el director del Instituto, don Melquíades López López, se
ha liado un cuarterón y ha subido a la última planta del edificio para
darse una vuelta por el terrado. Quiere
comprobar con sus propios ojos el estado de su biscuter, aparcado junto a la
canal del desagüe. Como usted ve, abre ahora la portezuela y se dispone a
arrancarlo, que quiere verificar el sonido del motor, que -compruébelo- ya
ronquea como una moto y sin problemas aparentes.
Durante
todo el día don Melquíades ha estado molesto, no tanto por el ascenso forzado
de su vehículo hasta la azotea del Instituto como por los calificativos que
todos le han atribuido al coche. Nadie
–piensa- le ha llamado biscuter; todos han hablado de “chisme” o “cacharro”, con el buen resultado que le ha dado por España y, lo que es más
sorprendente, por media Europa; que hasta París, Bruselas y Roma le ha llevado
a él y a doña Consuelo sin cambiarle ni una bujía.
Cuando
don Melquíades baja las escaleras camino de su despacho le viene a la mente la
recomendación de Paco Sastre para solucionar lo del biscuter. Las cosas, muchas
veces –medita- se solucionan solas. Ya se lo decía también su padre, don Máximo
López, que en gloria esté:
-Deja el problema descansar y ya verás cómo se resuelve por la vía que
menos te esperas. Confía en Dios, hijo. Cuando tú no has sido culpable de lo
acontecido, de lo que te preocupa, la Providencia le pondrá solución.
Don
Melquíades se ha sentido reconfortado por unos instantes rememorando la fe y
bondad que encerraban las palabras de su progenitor, fiel reflejo de sus
creencias y maneras de ser, hacer y decir; si bien, no ha podido evitar una
consideración puntual que, esta vez sí, la expresa en voz alta... ¡Es que,
en este caso, se trata de un coche de tres ruedas que está en el tejado de una
casa..!
Con la mente medio bloqueada, como el biscuter junto
a la canal de desagüe en la azotea, ha decidido tomarse una caña en el
“Sotanillo” para poder atizarse otro cuarterón, que ya no le entra el humo en
el cuerpo sin aclarar las tragaderas.
Lo que no sabe el director del Instituto es que,
nada más entrar y bajar los ocho escalones, se va a tropezar con Mariano y el
resbaloso de Gabarda.
-¡Qué honor, don Mariano! –y añade- ¡Hola a ti también Salvador!
-¿Qué tal? –le responden los dos al
unísono-.
Don
Melquíades duda unos instantes si contarles lo del biscuter o ir directamente a
lo del concurso de murales, que ya se lo ha hecho saber Paco Sastre antes de
salir del Instituto; sin embargo, no le da tiempo a discernir, porque se le
adelanta Mariano...
-Amigo Melquíades, ya me he enterado de lo que han hecho los chicos
con su cacharro ése... ¿Cómo se llama... ?
-Biscuter, señor Gobernador. –le contesta, Mariano-
-¡Éso... como se llame! –y
agrega- No se preocupe, que todo tiene solución. Ya le he dicho a Paco
Sastre que suspenda la clase de gimnasia y se reúna hoy en el Salón de Actos
con los alumnos para preparar el
concurso de murales; ahora bien -agrega Mariano-, le he advertido, dado
que no van a tener Educación Física, que tengan al menos un poco de la otra educación y escoja a los muchachos más fuertes y
corpulentos para que le bajen a usted su chisme del terrado a la calle... Y por
las escaleras.
Don Melquíades ha dado de manera efusiva las gracias
al Gobernador y, después de invitarle a un ponche –también al resbaloso-, se ha
metido entre pecho y espalda su cuarterón y una cerveza; luego, han hablado los
tres de los preparativos de la visita de Bracamonte y de lo bien que va a
resultar la aportación de los alumnos del Instituto, con sus murales, al
evento.
Ya
en la calle, don Melquíades no ha podido evitar mirar al cielo y guiñarle un
ojo a su señor padre, don Máximo López Entresoto; y ha seguido caminando
totalmente seguro de que le ha llegado el guiño y, lo que es más importante, de
que se lo ha devuelto.
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