Capítulo X
De leyendas, suspiros y Fernando de Válor
¿Estaba
en sus cabales Fernando de Válor cuando decidió llamarse de nuevo Aben Humeya?
Tanto quería a Laujar, de niño y de
hombre, que jamás se le pasó por la cabeza que terminaría perdiéndola, allí, por
el amor de una mujer; y, además, mora.
A
El Zagal ya lo habían echado, no se fue; y ahora sólo vuelve en las noches
ventosas del ramadán, para seguir llorando
y lamentando su cobardía por las calles del Humilladero, desiertas y
empinadas, sombrías y silenciosas, aterrando a Mariano en la residencia de
Ciudad Dorada con el flamear del raso azul
y oro de su capa de rey. Pero Fernando de Válor se quedó y no quiso
marcharse. Se opuso a casi todas las imposiciones de la nueva España, unificada
y oficial. No admitió que le obligaran a aceptar otras creencias; y mantuvo las
suyas sin ocultarse. Se negó a permanecer callado, a no reivindicar sus
derechos; y conspiró hasta el final. Y se alzó en armas... Y perdió sin
remedio. Sólo fue débil ante los encantos de las mujeres -de todas las mujeres-
con la morisca Zahara al frente como
referencia, como el amor de su vida, de su corta y efímera existencia. Y nació
así Aben Humeya para la historia de Laujar y de su río, el Andarax, que
significa en cristiano “Era de la Vida”.
Y
hoy, sin embargo, a cien metros del Andarax, es tarde de muerte con Mariano
empujando el féretro de su padre sobre la panza del nicho que usted ve:
encalado, hondo y estrecho. Pero también de vida, porque ante los restos de don
Tadeo, a Mariano -sin querer o queriendo- le ha salido una plegaria de
esperanza. ¿Se ha percatado?
Ahora
se sienta, cabizbajo y aturdido, espeso y abrumado sobre un tronco inestable. Es el último Urbinovich vivo; y
empieza a recordar a sus muertos y a los muertos que les precedieron y que descansan en el viejo cementerio de más
arriba, en la atalaya. Un campo santo borrado del mapa y de la tierra. En él
está enterrado, en alguna parte, Fernando de Válor, que reposa sin cabeza, porque
se la cortó su primo Aben Aboo; uno de los oficiales moriscos que le ayudaron a
levantarse, en Laujar y en todas las Alpujarras, contra un rey cristiano y
triste al que llamaban Felipe las gentes de Urcitania, las pocas gentes que
quedaron cuando, años antes, Boabdil, el señor del lugar, entregó cuanto tenía
a Isabel y Fernando para irse a África.
Todos
se fueron a África -piensa el gobernador
con la cabeza inclinada entre las manos-; todos se retiraron llorando y
abatidos, como él esta tarde de recuerdos de ayer y de antesdeayer...
-Tú, Gabarda, ¿sabes lo del tesoro de Aben Humeya? Me lo ha contado
Javielito, que dice que su abuelo lo tenía medio localizado en su propia casa.
Y, ¡ya ves..! Ha estirado la pata y se
ha llevado el secreto a la tumba, que es el mejor sitio –dice mi padre- para guardar un secreto. Pero, tiene que estar ahí,
en la casa del viejo; a lo mejor en la bodega o en la cocina de verano. Y que
sepas que vamos a por el oro y las piedras preciosas mañana mismo... ¿Te
enteras...? Cuando sus padres se vayan a la vendimia... Si te traes un pico del
huerto, te dejamos que participes del botín, que creo que hay también perlas
negras y joyas, que mejor seis manos que cuatro para encontrarlo.
(Ilustración nº
13 - Foto 11 – familia 1950- A toda página)
¿Se imagina usted la escena? Mariano y Salvador, dos
infantes de doce años con pico y pala al hombro, y muy decididos, camino de la
casa de Javielito en busca del tesoro oculto de Aben Humeya... Y no lo
hallaron. Tan sólo la mayor paliza de sus cortas existencias y otra más cuando
don Tadeo evaluó el desaguisado de la bodega y de la cocina de verano,
demolidas literalmente y amontonadas en escombros por todas partes; que allí no
intervinieron las palas -que se sepa-, a lo sumo para escudriñar recovecos y
golpear Javielito los culos de Mariano y Salvador, que le daban más al pico de
arriba que al que tenían entre sus manos.
Todo está en la mente de Mariano, como el pan de
aceite que sacaron o robaron de la alacena aquella tarde y se comieron antes de que llegara de la
vendimia don Tadeo. Un pan parecido -tal vez igual- al que gustaba tomar con
mantequilla y azúcar a la joven Moraima, la última sultana de Granada que
veraneaba en Laujar...
...Y los niños del pueblo, con la boca abierta,
sentados en el suelo, rodeando y escuchando las historias de moros y cristianos
que contaba y enriquecía con su ingenio el sabio y bueno de don Facundo de
Córdoba: un viejo judío solitario que terminó sus días en silencio bajo el
Puente Verde, sentado en una gran piedra de la ribera más umbría, con la barbilla
sobre su propia papada, sin perder la compostura; pero muerto. Allí se lo
encontró el cabo de la guardia civil, Gaspar Buenaventura, un día después de
contarle a los niños su última leyenda, o quizás historia, sobre la bella
Moraima...
-¡Escuchad, niños..! Tenía el cabello negro como una
noche sin Luna, pero estrellado de lentejuelas y de finísimo cristal. Era
sultana, sultana de Granada, que viene a ser lo mismo que reina; y siempre
venía en verano a Laujar, a la hermosa Alcazaba que había camino del Nacimiento
del Andarax... Porque aquí, en nuestro pueblo, guardaba su secreto más secreto:
el amor por un panadero de Alcolea, joven y rubio, guapo
y cristiano. Lo conoció en una sencilla almazara que poseía su padre. En ella
fabricaba el más espeso y amargo aceite de las Alpujarras... El joven se
llamaba Esteban de Guzmán; y la todavía doncella Moraima acudía por las mañanas al vecino pueblo para comprar
los tiernos bollos de aceite que amasaba y cocía en la misma almazara la madre
del joven cristiano.
Un día, la sultana vio al muchacho cuando éste
atizaba el horno; porque, habéis de saber, que Moraima deseaba conocer muy de
cerca el proceso de obtención de tan dulce y exquisito pan como el que allí se
cocía. La bella sultana se ruborizó al ver a Esteban y él se prendó de ella
casi sin darse cuenta. Sólo cruzaron dos palabras o,
mejor, dos miradas. A partir de aquél momento supieron que su amor era
imposible; les separaba todo un mundo: ella, mora y rica; él, cristiano y
humilde. Pero las argucias de Fátima, sirvienta de la joven Moraima, les allanó
dificultades. Logró que se encontraran, cada
tarde, bajo el Puente Verde. Hasta allí le llevaba el mozo la última hornada del día. Ella
troceaba los bollos con una pequeña cimitarra de plata, untándolos con
mantequilla y espolvoreándolos luego de azúcar morena... Hasta que una tarde,
el padre de la sultana los sorprendió cuando Esteban daba de beber en sus
propias manos a Moraima. Siempre lo hacía de un modo original para aplacar la
sed de su amada: lavaba las manos en la corriente del
Andarax y hacía con ellas un cuenco que
introducía en los recovecos más cristalinos de la fuente pequeña, la que nace
bajo la higuera que se levanta, abre y
enseña sus frutos junto a las zarzas en las que anidan todavía los ruiseñores.
Aquella fue la última tarde. Nunca más se vieron, queridos niños. Esteban, dos
días después, murió de tristeza junto a las balsicas que todos conocéis...
Y de Moraima nunca más se supo... Contaban los más
viejos del lugar, cuando yo era pequeño, que se perdió bajo el Puente Verde y
que aún sigue allí, vagando su alma en pena entre las zarzas y los hinojos;
porque la han oído y la siguen oyendo... Si bajáis una tarde, en silencio y con
mucho cuidado y precaución, es muy posible que escuchéis sus gemidos junto a la
fuente pequeña, allí donde Esteban le daba de beber en sus propias manos...
Aseguran, incluso, que se percibe cada tarde, a la misma hora en que Moraima y
Esteban se veían, un olor a violetas, el perfume que usaba la sultana mora en sus
encuentros con el panadero cristiano...
...Y ésta es la historia que no ha terminado.... –concluía don Facundo-.
Y los niños permanecían
boquiabiertos, insatisfechos, ansiosos y sentados en el suelo sin moverse;
esperando y solicitando la propina verbal del viejo judío...
-Ahora el de la funesta
Zahara, don Facundo...
-¡Válgame Dios, niños;
ése es de mayores! –se
hacía de rogar el sabio solitario, para luego explayarse-.
-¡Bueno, veamos! Todo empezó mucho antes de
“Maríacastaña” y algo después de que Cristóbal Colón descubriera América... –y aprovechaba la oportunidad para explorar la cultura de los niños-
¿Cuándo descubrió América Cristóbal Colón?
Y enseguida, todos a una -con Mariano y el resbaloso
a la cabeza- soltaban a gritos, con resonancias más allá del Puente Verde, la
frase que pretendía escuchar el vejete...
-¡¡¡El Día de la Raza..., don Facundo!!!
-¡Madre mía!
-exclamaba el laujareño antes de
proseguir-. De razas os voy a hablar
yo... ¡Ya veréis..! La historia
de la funesta Zahara, que no es un cuento, -decía siempre- empezó hará
unos quinientos años o así. Fue poco mas tarde de que los Reyes Católicos
reconquistaran Baza, Guadix y Ciudad Dorada a los moros y a su rey, El Zagal,
que tuvo que refugiarse en nuestro
pueblo, mas triste que la una y hecho un zorro y muy apesadumbrado. Tal
vez estuvo aquí un año solamente –les
precisaba- y luego se marchó a África, donde murió de pena y angustia,
además de ciego y pobre. Pues bien, cuando poco después se rindió Granada, el
último rey nazarí también vino a Laujar y estableció su residencia ahí al lado,
en El Presidio, en el caserón paralelo al Andarax, muy cerquita de la Fuente de
la Reina... Boabdil se llamaba y, como El Zagal, no aguantó mucho entre
nosotros y se fue... ¿Cómo lo hizo? –volvía
el viejo sabio a sondear a la chiquillería-.
-Llorando como las niñas... Don Facundo. –respondían a coro-.
Y era cuando el anciano entraba, por fin, en la
historia de la funesta Zahara...
-Como estaréis viendo, todos querían quedarse a
vivir en nuestro pueblo, donde residían las mozas más guapas de la comarca y
donde se pisaba y bebía el mejor vino de
la región. Pero, los muy tontos, terminaban yéndose porque no deseaban hacerse
cristianos, que era el empeño enfermizo de un cardenal con mucha nariz y poco olfato,
llamado Cisneros. Y he aquí, como quien dice, –e iba ya directamente al
grano- que hubo una mora, bastante ligera de cascos y de ropa, que no se
quiso ir. La verdad es que le gustaban más los tíos de Laujar que a vosotros los pestiños y los mantecados.
–y volvía a interrogar-... ¿Cómo se llamaba la señorita?
Y la respuesta no se hacía esperar entre los
mozalbetes con todo lujo de detalles; amén de ingenio, inventiva y picardía...
-¡¡¡La funesta Zahara, más puta que la
parrala!!!
-¡Válgame el cielo! –exclamaba
y se reía don Facundo con la respuesta preconcebida de los chavales, antes de
seguir la narración- Y resulta que había un paisano de muy buen ver, oriundo
de los omeyas de Córdoba, de nombre Fernando de Válor... ¡ya sabéis! –daba
por hecho-... con el acento en la “a”, que si no sería “valor”, de valeroso;
pues bien, que se enamoró perdidamente, lo que
es igual que con la mente
perdida, de la joven morita
casquivana... Y por ahí iban haciéndose carantoñas y ¡vaya usted a
saber..! Hasta que un buen día, no tan bueno para Fernando, -dejaba muy
claro el contratiempo- el padre de Zahara la conminó...
-¿Qué es conminó, don Facundo? –interrumpía y preguntaba Mariano en todas las versiones de la
historia-.
-...Bueno, Marianito, viene a ser como poner a
alguien en un atolladero...
-¿Un qué, don Facundo?
Y era entonces cuando lo niños de Laujar, impacientes por la narración interrumpida,
arremetían y daban su merecido al pequeño Urbinovich...
-¡Que te calles, maricón!
Con paciencia y mejor humor, el sabio judío volvía a
sonreír y ya no paraba en su historia hasta
el final, acortándola en lo innecesario por más que sabido...
-Y como quiera que Fernando lo tenía muy claro,
accedió a ser comedido con su amada y a dar ejemplo ante nuestros paisanos y
forasteros, que eran muchos y muy cotillas; llegando a ser tan querido entre
los suyos que le hicieron rey con el nombre de Aben Humeya. ¡Os parece
rimbombante o no? –y proseguía- Pues con
tal nombre defendió a los moriscos que no quisieron hacerse cristianos y que se
resistieron hasta el final en la mezquita de nuestro pueblo, que incendiaron
los cristianos con toda la gente dentro... Pero lo peor vino después –continuaba
don Facundo con una carga de dramatismo y suspense-, porque a Fernando,
que solo tenía 23 años, le traicionó su primo Aben-Aboo, por ambicioso y mujeriego. Fue una noche de
zambra, que es como decir hoy de juerga, a la que había asistido el ya Aben
Humeya con su amada Zahara; y, ¡fijaos bien! –enfatizaba- cuando, ya de
regreso, estaban en el palacio, irrumpieron los asesinos y les sorprendieron
con otra mujer, porque a Fernando –aclaraba- le iba la marcha... Eran
dos oficiales de su propio ejército y le cortaron el cuello; así como
suena...
–Y buscaba el jolgorio
introduciendo una picardía-. Bien le pudieron cortar sólo la “pindolina”,
pero no; le rebanaron el pescuezo a la altura de la nuez. Y aquí terminó la
historia de Fernando y la funesta Zahara, quien luego –y agregaba una
coletilla de su cosecha- no supo
encontrar los tesoros de su gran amor:
unos arcones repletos de oro, alhajas y perlas que, Aben Humeya, estoy seguro –enfatizaba-
debió de enterrar personalmente por
algunas de sus casas o bajo el mismo Puente Verde en el que nos encontramos...
Pero ésa es otra historia –concluía-
que ya os contaré... Así que, ¡venga! todos a casa...
Y Mariano, como obedeciendo todavía a don
Facundo, se levanta hoy de un árbol cortado y abatido; del tronco inestable
sobre el que ha revivido sus recuerdos de juventud bajo el Puente Verde.
-¡Vamos, Bruno! Y no pares hasta llegar a Ciudad
Dorada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario