Capítulo V
De
cómo se rebela usted sin permiso
“Ta-tarará-tarará-ta-ta-ta-ta...”
A Mariano Urbinovich y Sánchez-Olmedo se le hacen agua los huesos de pensar en
el NO-DO. Una semana después de la visita de Bracamonte a Ciudad Dorada va a
estar ahí, en todas las pantallas, formando parte de la historia, inmortalizado
ya para los restos. Primero saldrá el águila imperial con el soniquete de la
fanfarria, luego el número del documental, con su A ó B, y enseguida el mensaje grandilocuente...
"El mundo entero al alcance de todos los españoles". Y nada más
terminar, Su Excelencia y él, juntos,
proyectados sobre las pancartas del
pueblo sediento y calcinado, pero agradecido: "Mas agua... Más
árboles..." "Estamos contigo, Nauta Audaz de los Ejércitos".
Verá usted que Mariano es como un niño. Se distrae y
se queda pensativo por cualquier cosa. Estos días le hubiera gustado tener un
hogar -como a todo hijo de vecino- y sentir el calor de los suyos; el apoyo, el
intercambio de consejos, un guantazo a tiempo de su padre. Y, sin embargo -como
puede comprobar- está inmerso en sus impaciencias y en sus nostalgias; sólo
entre las paredes del gran caserón aislado del centro de la ciudad, frío y
húmedo, apenas medianamente confortado en el cuarto de estar por el brasero que
atiza en estos instantes, Bruno Pastrana, su fiel mayordomo y chofer.
-Ten cuidado con las brasas que me vas a quemar los calcetines.
Dos
pares suele llevar a veces Mariano por aquello de "pies calientes y
cabeza fría". Y él, a sólo unas fechas de la llegada de Bracamonte,
tiene los pinreles como témpanos y la mollera ruda e incapaz, cortita para
hacer frente a lo que se le viene encima; un poco espesa como las tarbinas de
doña Julia, su tía abuela, que en gloria esté.
Debería
pasear en sus ratos de ocio, hacer un poco de ejercicio por los cerros de las
Cruces y de los Coheteros, lejos del resbaloso de Salvador Gabarda, para que no
le abochorne en público; y distraerse al
socaire del barrio, mezclándose con el pueblo, que buena falta le hace; escuchando a los lateros y a los marginados del lugar y
viendo cómo se retira por la calle de Santa Ana, ciego, borracho y cojeando, el
Almirante Morralón, el menos locuaz y
entrañable de los bandeirantes de Ciudad Dorada.
(Ilustración nº
6 - Foto 5 – Residencia Gobernador – A toda página)
Se
rompe el silencio con el testigo inexistente que se merece una observación por
su actitud inoperante.
-¡Podría usted hacer algo y no estar ahí de
pasmarote! Me molestan los
convidados de piedra, los personajes literarios que sólo los mueve el narrador,
que remolonean hasta en la ficción, que no toman la más mínima iniciativa, que
están ahí, imperturbables y agazapados, macilentos y pasivos; viéndolas
venir al otro lado de las puertas;
pegados a las cerraduras y husmeando dormitorios; quemando las cortinas con el
cigarrillo; ojo avizor sobre las desdichas de los seres de carne y hueso, como Mariano
Urbinovich, que lo tiene crudo...
...No se me ponga colorado ahora y diga que la boca es suya, que se
siente agradecido de estar donde está, que puede sacarle las castañas del fuego
a Mariano y evitarle lo que parece que no tiene remedio.
-Quiero salir inmediatamente de donde se me ha metido. No deseo el
papel que se me ha asignado y aborrezco sentirme cómplice de esta
historia.
-¡Hombre, no esperaba tal cosa de usted!
-¿Qué pretende; mi mera presencia en escena? ¿Soy acaso el autor en
busca de su pasado, del tiempo perdido; la conciencia de alguien, una
innovación literaria, el ángel guardián de don Mariano, la tentación apoyada en
una columna inexistente? Está
equivocado, sea quien sea el responsable de mi presencia aquí; y quiero irme.
-Lo lamento, pero se va a quedar donde está y lo voy a mover a mi antojo. Si lo llego a saber no le
concedo la más mínima licencia. ¿No se da cuenta de que es incapaz de manifestarse
por sí sólo, que puede ser un errático subconsciente, un sujeto que no percibe
con la necesaria intensidad, un sumando, diría yo, insignificante; más bien, un
cero a la izquierda?
-¿Qué desea o espera de mí, entonces? ¿Que forme
parte de una crónica íntima, que se refleje en mi retina espiritual las
cosas todas que nos rodean y nos apasionan y, a veces, nos obcecan en el loco
torbellino de la vida? Sólo puede retenerme aquí un deseo de complacer o,
sencillamente, de decir la verdad; pues, en un mundo donde nadie dice lo que
siente, donde, procurando engañar a los demás, somos nosotros frecuentemente
los engañados, es meritorio cualquier esfuerzo en sentido contrario.
-Pero... ¿Qué está diciendo? ¿Ahora me sale
moralizador? Se parece usted a Pepe Durbán, un poeta tierno y olvidado de la
vieja Urcitania.¿No será usted su fantasma, avieso y rondón, atrapado en el túnel del tiempo?
-Estoy fatigado y no deseo seguir discutiendo. Quizá, más tarde, pueda
transmitir mejor los ensueños, el desprecio hacia las situaciones y desenfados
que se están desgranando en este embrollo de historia. Por ahora, me reservo
todo el derecho a intervenir en mi defensa, a rebelarme contra un ejercicio literario que no termino de comprender.
Suena un portazo muy cerca.
Se
ha depositado la noche sobre la residencia del gobernador. El frío le atenaza,
penetra por todas las rendijas desde más allá y, en el jardín asilvestrado, las
ramas del olmo, inquietas por el levante, golpean una y otra vez el cristal de
la ventana.
-¡Bruno, Bruno...Bruuuno, atiza un poco más el brasero!
Son
en estas noches de otoño, silbantes y cerradas, ventosas y sin luna, cuando el
barrio de Belén se apaga a deshora y se aletarga profundamente, acurrucado,
comprimido en el seno de las casas, apacible,
ajeno a lo de fuera. Entonces, en las calles, pedregosas y polvorientas,
con la tierra en movimiento, arremolinada en las esquinas, se aprecian mejor
los pasos de El Zagal, el último rey de Ciudad Dorada. Dicen que no ha parado
su alma desde que murió, ciego y pobre, en Marruecos, y que su espíritu vaga
todavía por las Almedinas que no supo defender.
Hoy
ha vuelto El Zagal, está ahí, sin reino, sin patria y mendigo... Ha regresado
desde el horizonte en tinieblas, con la
sola luz de Venus, a tres días de
cerrarse el Ramadán, al toque de maitines
en la Torre de la Vela, llamando el infinito el alba.
No
es la primera vez que Mariano escucha las pisadas de El Zagal; el flamear de su
manto de raso azul y oro, al socaire del viento, como una bandera. A veces,
incluso, cuando se detiene, cree verlo al otro lado del gran ventanal,
observando atónito, con ojos de envidia y quizás, también, de venganza.
-Para
ser ahora el Rey que soy, mejor no haber nacido.
Pero
él ha vuelto esta noche al Humilladero, junto a la vieja ermita demolida, al
pié de la Cruz de Caravaca, en el lugar preciso
donde entregó las llaves al Rey Cristiano antes de partir sin corcel,
cabizbajo, lagrimoso, enfurecido.
Cuando
reinó en estas tierras que hoy gobierna Mariano, El Zagal salía por el barrio,
probaba los pestiños de miel que le
ofrecía su pueblo, tocaba las sedas que venían de Oriente, compraba las resinas
de incienso y mirra traídas de Omán; y
tal vez escuchaba, en noches como hoy,
sin luna, a otras almas vagar en pena, desamparadas, perdidas entre las
antorchas a punto de extinguirse ya por
el rocío de la mañana.
-Bruno, por favor, cierra los
postigos del ventanal y atiza de nuevo el brasero.
Los
cristales se han convertido en tambores de la noche. Las ramas del olmo golpean
cada vez más fuerte. Una especie de terror se apodera de Mariano, le invade
desde los pies fríos; lo siente llegar al vello de sus brazos, se apodera de su
nuca y de las sienes...
Ha
vuelto El Zagal, está ahí, deambulando por la calle; sólo y sin media
Luna.
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