miércoles, 6 de febrero de 2013

"PUENTE VERDE" ... la triste historia de Mariano


Capítulo VIII

 

De la familia de Mariano y demás animales domésticos

 

Tenía que habértelo contado antes, Cleo, pero la historia estaba incompleta y las ideas bastante confusas, que todavía no era huérfano del  todo, sólo a medias, por parte de madre, que a ella si que la conociste antes de arrojarse por la ventana, para no perder más la dignidad, que no soportaba las borracheras de su marido, ni sus líos, ni sus palizas, ni su lengua, que sólo la usaba para blasfemar. Y ahora le dan a uno la noticia de mala manera, como en el chiste: “¿Que su padre se llama Tadeo? Pues no señor, se llamaba.” Y de tenerle ojeriza por lo que hizo en este mundo, mas bien por lo que dejó de hacer, ahora le echas de menos después de habérselo llevado por delante el tifus, para una puta vez que bebía agua en su vida.

¡Lo que son las cosas, Cleo!  ¡Además, hoy, que tenía que solucionar tantas cosas por lo de Bracamonte! Y la mañana no termina de abrirse, que me aplasta su media luz más que los recuerdos, agolpados y martilleándome la mente, torturándome el alma, porque no he tenido tiempo de decirle adiós. Esto me pasa por dejarlo todo para el final, como los malos estudiantes, y así me va en la vida, que sólo aprecio el valor de las personas y de las cosas cuando ya es tarde, cuando las he perdido o me las han robado, que llevarse el tifus a un padre, por muy pendenciero que fuera -si es que lo fue, que todavía no estoy seguro- es eso, robarlo de la vida.

¡No me mires con tanto descaro, Cleo, que te la vas a ganar! Tú a mi lado, como siempre, rozándome el pantalón, trotando un poco sobre la rompiente,  esquivando la espuma de las olas,  buscando peces de plata; y, cuando tengas hambre, cuando ya no puedas más, mueve la cola, que para eso la tienes. No te creas que vas a encontrar, en mucho tiempo, mañanas tan tristes como la de hoy, con las barcas tiradas en la arena, casi abandonadas, enseñando los costillares, que parecen pequeños cetáceos varados y muertos.

Se ha ido también el viejo lobo de mar; y, con él, las redes que siempre remendaba, sentado ahí, junto a ése montón de escamas resecas y pestilentes, con la colilla pegada en el labio y el mechero de yesca asomando por el bolsillo de la camisa, abombado y deforme de tanto meter de todo menos dinero. Decía llamarse Albarracín, como el trozo de la sierra Ibérica que suena a noble sarraceno; y tenía el cutis acartonado y marrón, como las tablas que arroja la marea. Usaba cachimba de caña y hablaba bajito, con voz cavernosa, dejando escapar las palabras con mucho humo, que salía también denso y azul por los orificios de una nariz rojiza, como el vino de las Alpujarras, y enquistada de puntitos negros de grasa, como aquellos que extraía mamá de mi espalda mientras yo permanecía recostado, casi dormido sobre su delantal, que olía a romero y a hierbabuena.



 

(Ilustración nº 10 - Composición Fotos  7, 8 y 9 –Albarracín, pescadores y pescados- A toda página)

 

Albarracín contaba historias lastimeras y recuerdos que movían a la compasión, como mi propia vida. Pero él se reía de su estampa, que no era precisamente bella ni envidiable. Y al hablar le sonaban las quijadas y a mí me daba dentera. Había pertenecido al cuerpo de carabineros, que viene de carabina, escopeta con la que vigilaban las costas y reprimían el contrabando. De aquél oficio, de noches duras y mañanas aburridas,  le vino su pasión por el mar. Fue entonces cuando se enroló en un barco que le dio varias veces la vuelta a éste mundo redondo y jodido. De su época de guardacostas sólo le quedaba una pensión mísera, algunos contactos entre el hampa  para fumar gratis y una devoción por don Joaquín, el abuelo de Salvador Gabarda, que fue su comandante y protector. 

Mi padre solía hablar de mujeres con Albarracín, que las conoció de todas las formas y colores y de todas las virtudes y vicios; y a mi no me dejaban escuchar para que no aprendiera antes de tiempo las cosas de la vida. Veníamos hasta la misma playa un par de veces al año, cuando bajábamos del pueblo después de cosechar, para el trasiego de bancos, que sólo confiaba mi padre en las gentes de Ciudad Dorada, que entre los del campo todo se sabía y nadie se fiaba, porque son malos –decía-  y tienen muy mal vino y peor leche. 

Y luego de recorrer no sé cuantas  ventanillas y bares, me traía frente al mar, para que yo viera los barquitos y se empapara él de brisa y de olores, que debían de ser buenos para su cuerpo y su espíritu, que luego regresaba a Laujar como una rosa salvaje o, mejor, como un clavel reventón, alegre y optimista, cariñoso y espléndido, que hasta cumplía con mi madre esa noche, que yo lo escuchaba desde mi habitación y tenía conciencia de que por la mañana las tortas de aceite iban a saber más ricas, porque ella se levantaba contenta y esperanzada, confiada y segura de que a lo mejor ya no volvía él a darle otra paliza en su vida, que ya estuvo bien, que sus días habían sido duros y sacrificados, monótonos y tristes, hasta que decidió abandonarlo todo con aquél salto mortal.

¿Te acuerdas, Cleo? Tú fuiste la primera en acudir bajo la ventana y ladraste como una descosida, como nunca te había oído, y lamiste su cara de pena  y su chorrito de sangre que le salía por la nariz. Fue un segundo antes de abrir los ojos por última vez para agradecerte la compañía de tantos años y, quizá también, tu postrera caricia en su final.

Y ahora les quiero a los dos con pesar y mucha tristeza. A él,  porque me engendró y me traía hasta aquí para ver los barquitos, que entonces arrastraban el copo hasta la playa, hasta la misma orilla, rozando la proa en la arena y escorando sus panzas a estribor, para que los hombres de azul saltaran rápido, que luego tenían que tirar ellos de la red a golpes de soga y de corcho. Era sobrecogedor y dramático contemplar cómo hervían más tarde los chanquetes, de puro vivos, sobre los restos de algas y piedrecitas, igualmente arrancadas del fondo del mar como los peces. 

“No sufren, Mariano, porque no piensan”, repetía siempre mi padre. Pero yo lloraba de verlos y él se reía mucho, echando el cuerpo hacia atrás, con grandes aspavientos, que también era cazador en el pueblo, además de tratante de ganado; y entendía de animales y de cómo deshacerse de ellos. Yo le quería porque me daba seguridad y alguna que otra paliza, que esto último es muy buena señal de grandes sentimientos, menos en el caso de mi madre, “que sólo se pega a quien se quiere” -decían las viejas del lugar-, que a los otros no se les hace caso o se les mata directamente como hizo él con los rojos de Trevélez. 

A mi madre la quería también porque me parió y no quiso que doña Remedios, la de Frasquito el del Parral, que era ama de oficio y muy dispuesta, me diera de sus pechos, como a mis hermanas y a otros del pueblo; no, mi madre quiso hacerlo ella y con grandes sufrimientos, que tenía  los pezones agrietados y no le importaba, que era poco el dolor a sabiendas de que a mí me entraba en el cuerpo lo necesario para salir adelante. Por eso la quería y porque me enseñó a leer a fuerza de contarme cuentos y de hacer que yo aprendiera sobre el libro para no fatigarse tanto, que todos los cuentos me parecían pocos y los de hadas más todavía. 

Sus desvelos por los hijos, que fuimos cinco, mis cuatro hermanas y yo, no tenían límite cuando se trataba de mantenernos limpios y bien alimentados. Sólo cuando Maruja y Conchita fueron mayores, ella pudo descargarse un poco de las tareas de la casa y del cuidado de los más pequeños, que éramos Sole, Martita y yo. Pero las tortas de aceite nunca consintió que nos las hiciera otra persona, que para eso estaba ella levantada desde el primer resbalón de las mulas sobre el empedrado de nuestra calle, tan pendiente como la cuesta que daba a la vega; que hacia allí iban los hombres sobre las bestias después de despertar a mi madre.  Pero también  la quería por las otras palizas que tuvo que soportar y por los deshonores vividos en un pueblo tan pequeño, con mil ojos observando detrás de los visillos; que allí todo se sabe, cuando no se intuye, y mucho más los líos como los de mi padre, que fueron bastantes y no siempre con la misma moza o viuda, que en eso si que fue cuidadoso y muy mirado, que él no hubiera resistido que le pusieran los cuernos y, por tanto, sólo practicaba con el ejemplo: solteras o viudas.

¿Qué te voy a contar a ti, Cleo?  Tú le acompañabas en algunas ocasiones, a distancia pero sin perderle de vista, que intuías sus riesgos en el devaneo y siempre estabas dispuesta a defenderle, porque era el  amo. ¡Qué pequeña eras entonces!  Tu padre, sin embargo, le llegó a seguir en sus buenos tiempos. Tifón fue el mejor perro que tuvimos y el más noble y astuto cazador. Él si que aguardaba en la puerta a que saliera don Tadeo amarrándose los pantalones todavía y con la bragueta a medio abrochar. Tifón ladraba de contento, como si el polvo lo hubiera echado él, y mi padre le pasaba por el lomo la misma mano que poco antes había palpado el culo de Sonsoles, la hija de Tobías Carreño, el aposentador, o el potorro de Salutación, la viuda de Paco Pepe Salas, el veterinario que se despeñó con el caballo por el barranco de las yeguas. 

Y mi pobre madre lo sabía todo, que se lo contaba Dulcecita y Carmela Fernández; que a ellas, aun siendo viudas, él no les hacía ni puñetero caso, muy a los pesares de las dos, que eran más putas que las gallinas y más cotillas que doña Esperanza Cabrerizo y Díaz del Pulgar, que con eso de ser  marquesa de la Molineta del Cerro Gordo -tócame los cojones, Cleo-, no se le escapaba nada, porque le iba medio pueblo con el chivatazo, aunque la odiaban a muerte por noble y por avara.

¡Ya ves, Cleo, lo que es la vida!  Y cuando mi madre se tiró por la ventana fue porque su marido se lo hizo con tía Enriqueta, que era lo último que podía esperarse de él: follarse a su cuñada y en el lecho familiar, donde todos habíamos venido al mundo,  incluida la abuela Domitila, que ya  no se podía pedir más de aquella cama. Semejante trance no lo pudo soportar y fue entonces cuando saltó por los aires con un grito diabólico; porque, ¿se la llevaron los demonios?  No lo creo, que ella no era consciente de lo que hacía, que sólo tenía en la mente aquella escena imposible de borrar, algo muy fuerte para sus sentimientos, que del marido se podía esperar cualquier cosa, pero no de su hermana Enriqueta, la menor de todas, que había sido para ella como una hija.

Ahora que ya se han ido los dos, querida Cleo, les odio también. A ella, que fue la primera, por la forma de marcharse de éste mundo, aunque estuviera muy quemada, y porque nunca le reprochó a mi padre los desmanes que la condujeron, creo que por instinto más que por otra cosa, hasta la ventana desde la que siempre nos reñía, nos esperaba o nos decía adiós, menos aquella tarde que no dijo ni pío.

A él le odio por todo lo dicho, que no es poco, y por encerrarse en sí mismo y en la bodega nada más morir mi madre; que sólo salía para arrojar el vino de su cuerpo y dejar espacio para seguir bebiendo hasta perder la conciencia, que a buen seguro la tenía tan sucia y con tantas telarañas como el desván de casa, donde guardó, a cal y canto en el arcón de la abuela, todo lo que le recordaba a mi madre: desde la foto de su boda hasta el corpiño que se ponía para evitar que las carnes se le cayeran de tanto parir y de encajar palizas.

¡Qué pena, Cleo!  Y ya no podemos hacer nada, ni siquiera pasear sosegados y alegres, como en otro tiempo, sobre la arena de la playa,  que ha perdido también el bullicio de los pescadores y las brisas con olor a madera húmeda, a concha de erizo y a mar en calma. 

De aquellos años ya sólo queda éste ancla... ¿Lo he dicho bien?  Nunca he sabido, Cleo, si ancla es cosa masculina o, más bien, femenina como tú. Da igual llamarla el ancla o la ancla, aunque me suena mejor lo primero. El caso es que sigue aquí, en el mismo sitio, como un gigantesco anzuelo doble, negro y oxidado, añorando sus tiempos de vida activa, cuando se aferraba al fondo entre las algas y rodeada de pececillos bajo la embarcación al pairo, para que los hombres de azul pudieran pescar y marearse como Dios les daba a entender. Ahora me vuelve a servir de apoyo su horma y la siento en mi espalda y parece darse cuenta.

Yo permanecía quieto a la espera de que el sol despuntara sobre aquel morrón, como un globo rojo huido de mi mano de niño, igual que aquellos que vendían en la feria de Ciudad Dorada; porque has de saber, Cleo, que a mi tierra le viene el nombre por éste Sol que anaranjea el horizonte, los cerros y las casas.

Esperaba aquí, te decía, sentado y boquiabierto, sin comprender tanta belleza y semejante misterio, que era todo gratis y lo sigue siendo cada mañana, aunque muchas gentes no reparen en ello o les dé igual, porque han perdido la facultad de sentir, de comunicarse con la naturaleza, de apreciar  las grandes cosas que se llaman pequeñas. Y van a lo suyo, que es como ir a ninguna parte.     

 


 

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