domingo, 3 de febrero de 2013

"PUENTE VERDE"


Capítulo  V


 

De cómo se rebela usted sin permiso


 

“Ta-tarará-tarará-ta-ta-ta-ta...” A Mariano Urbinovich y Sánchez-Olmedo se le hacen agua los huesos de pensar en el NO-DO. Una semana después de la visita de Bracamonte a Ciudad Dorada va a estar ahí, en todas las pantallas, formando parte de la historia, inmortalizado ya para los restos. Primero saldrá el águila imperial con el soniquete de la fanfarria, luego el número del documental, con su A ó B,  y enseguida el mensaje grandilocuente... "El mundo entero al alcance de todos los españoles". Y nada más terminar,  Su Excelencia y él, juntos, proyectados  sobre las pancartas del pueblo sediento y calcinado, pero agradecido: "Mas agua... Más árboles..." "Estamos contigo, Nauta Audaz de los Ejércitos".

Verá usted que Mariano es como un niño. Se distrae y se queda pensativo por cualquier cosa. Estos días le hubiera gustado tener un hogar -como a todo hijo de vecino- y sentir el calor de los suyos; el apoyo, el intercambio de consejos, un guantazo a tiempo de su padre. Y, sin embargo -como puede comprobar- está inmerso en sus impaciencias y en sus nostalgias; sólo entre las paredes del gran caserón aislado del centro de la ciudad, frío y húmedo, apenas medianamente confortado en el cuarto de estar por el brasero que atiza en estos instantes, Bruno Pastrana, su fiel mayordomo y chofer.

-Ten cuidado con las brasas que me vas a quemar los calcetines.

Dos pares suele llevar a veces Mariano por aquello de "pies calientes y cabeza fría". Y él, a sólo unas fechas de la llegada de Bracamonte, tiene los pinreles como témpanos y la mollera ruda e incapaz, cortita para hacer frente a lo que se le viene encima; un poco espesa como las tarbinas de doña Julia, su tía abuela, que en gloria esté. 

Debería pasear en sus ratos de ocio, hacer un poco de ejercicio por los cerros de las Cruces y de los Coheteros, lejos del resbaloso de Salvador Gabarda, para que no le abochorne en público; y  distraerse al socaire del barrio, mezclándose con el pueblo, que buena falta le hace; escuchando  a los lateros y a los marginados del lugar y viendo cómo se retira por la calle de Santa Ana, ciego, borracho y cojeando, el Almirante Morralón, el menos locuaz y  entrañable de los bandeirantes de Ciudad Dorada.

 

(Ilustración nº 6 - Foto 5 – Residencia Gobernador – A toda página)

 

Se rompe el silencio con el testigo inexistente que se merece una observación por su actitud inoperante.

-¡Podría usted hacer algo y no estar ahí de pasmarote!  Me molestan los convidados de piedra, los personajes literarios que sólo los mueve el narrador, que remolonean hasta en la ficción, que no toman la más mínima iniciativa, que están ahí, imperturbables y agazapados, macilentos y pasivos; viéndolas venir  al otro lado de las puertas; pegados a las cerraduras y husmeando dormitorios; quemando las cortinas con el cigarrillo; ojo avizor sobre las desdichas de los  seres de carne y hueso, como Mariano Urbinovich, que lo tiene crudo...

...No se me ponga colorado ahora y diga que la boca es suya, que se siente agradecido de estar donde está, que puede sacarle las castañas del fuego a Mariano y evitarle lo que parece que no tiene remedio.

-Quiero salir inmediatamente de donde se me ha metido. No deseo el papel que se me ha asignado y aborrezco sentirme cómplice de esta historia. 

-¡Hombre, no esperaba tal cosa de usted! 

-¿Qué pretende; mi mera presencia en escena? ¿Soy acaso el autor en busca de su pasado, del tiempo perdido; la conciencia de alguien, una innovación literaria, el ángel guardián de don Mariano, la tentación apoyada en una columna inexistente?  Está equivocado, sea quien sea el responsable de mi presencia aquí; y quiero irme.

-Lo lamento, pero se va a quedar donde está y lo voy a mover  a mi antojo. Si lo llego a saber no le concedo la más mínima licencia. ¿No se da cuenta de que es incapaz de manifestarse por sí sólo, que puede ser un errático subconsciente, un sujeto que no percibe con la necesaria intensidad, un sumando, diría yo, insignificante; más bien, un cero a la izquierda?

-¿Qué desea o espera de mí, entonces? ¿Que forme parte de una crónica íntima, que se refleje en mi retina espiritual las cosas todas que nos rodean y nos apasionan y, a veces, nos obcecan en el loco torbellino de la vida? Sólo puede retenerme aquí un deseo de complacer o, sencillamente, de decir la verdad; pues, en un mundo donde nadie dice lo que siente, donde, procurando engañar a los demás, somos nosotros frecuentemente los engañados, es meritorio cualquier esfuerzo en sentido contrario.

-Pero... ¿Qué está diciendo? ¿Ahora me sale moralizador? Se parece usted a Pepe Durbán, un poeta tierno y olvidado de la vieja Urcitania.¿No será usted su fantasma, avieso y rondón,  atrapado en el túnel del tiempo?  

-Estoy fatigado y no deseo seguir discutiendo. Quizá, más tarde, pueda transmitir mejor los ensueños, el desprecio hacia las situaciones y desenfados que se están desgranando en este embrollo de historia. Por ahora, me reservo todo el derecho a intervenir en mi defensa, a rebelarme contra  un ejercicio literario que no termino de comprender.  

Suena un portazo muy cerca.

Se ha depositado la noche sobre la residencia del gobernador. El frío le atenaza, penetra por todas las rendijas desde más allá y, en el jardín asilvestrado, las ramas del olmo, inquietas por el levante, golpean una y otra vez el cristal de la ventana. 

-¡Bruno, Bruno...Bruuuno, atiza un poco más el brasero!

Son en estas noches de otoño, silbantes y cerradas, ventosas y sin luna, cuando el barrio de Belén se apaga a deshora y se aletarga profundamente, acurrucado, comprimido en el seno de las casas, apacible,  ajeno a lo de fuera. Entonces, en las calles, pedregosas y polvorientas, con la tierra en movimiento, arremolinada en las esquinas, se aprecian mejor los pasos de El Zagal, el último rey de Ciudad Dorada. Dicen que no ha parado su alma desde que murió, ciego y pobre, en Marruecos, y que su espíritu vaga todavía por las Almedinas que no supo defender.

Hoy ha vuelto El Zagal, está ahí, sin reino, sin patria y mendigo... Ha regresado desde el horizonte en tinieblas,  con la sola luz de Venus,  a tres días de cerrarse el Ramadán, al toque de  maitines en la Torre de la Vela, llamando el infinito el alba.  

No es la primera vez que Mariano escucha las pisadas de El Zagal; el flamear de su manto de raso azul y oro, al socaire del viento, como una bandera. A veces, incluso, cuando se detiene, cree verlo al otro lado del gran ventanal, observando atónito, con ojos de envidia y quizás, también, de venganza.

-Para ser ahora el Rey que soy, mejor no haber nacido.

 Pero él ha vuelto esta noche al Humilladero, junto a la vieja ermita demolida, al pié de la Cruz de Caravaca, en el lugar preciso  donde entregó las llaves al Rey Cristiano antes de partir sin corcel, cabizbajo, lagrimoso, enfurecido.

Cuando reinó en estas tierras que hoy gobierna Mariano, El Zagal salía por el barrio, probaba los pestiños de miel  que le ofrecía su pueblo, tocaba las sedas que venían de Oriente, compraba las resinas de incienso y  mirra traídas de Omán; y tal vez escuchaba, en noches como hoy,  sin luna, a otras almas vagar en pena, desamparadas, perdidas entre las antorchas a punto de extinguirse  ya por el rocío de la mañana.  

-Bruno, por favor, cierra los postigos del ventanal y atiza de nuevo el brasero.

Los cristales se han convertido en tambores de la noche. Las ramas del olmo golpean cada vez más fuerte. Una especie de terror se apodera de Mariano, le invade desde los pies fríos; lo siente llegar al vello de sus brazos, se apodera de su nuca y de las sienes...

Ha vuelto El Zagal, está ahí, deambulando por la calle; sólo y sin media Luna.  

 

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