jueves, 14 de febrero de 2013

PUENTE VERDE


Capítulo XVII
 
De un Instituto con solera
 
Al biscuter del director del Instituto, don Melquíades López López, lo han subido entre seis alumnos de cuarto curso hasta la azotea del edificio: ochenta escalones y cuatro rellanos. Ha sido el mismo día en que otros dos alumnos de tercero han llenado de azúcar el depósito de gasolina de la vespa de don Alfredo Herrera, el cura que imparte, como no podía ser de otra forma, la asignatura de Religión.
Cuando le han contado lo del biscuter al padre del resbaloso, don Nicolás Gabarda, que está en cama con gripe, no se lo podía creer; ha dicho que no tiene explicación, que la cosa parece irreal. Conoce muy bien al director del centro y no encuentra motivos para tanto esfuerzo y tan mala leche; que subir un biscuter –ha comentado- hasta el terrado, a cinco pisos de la calle, aunque haya sido entre seis chavales corpulentos de 14 años, tiene migas.
Pues, ¡ ya ve usted! Lo han hecho hoy, jueves, a primera hora de la tarde, cuando don Melquíades daba  su clase de Aritmética con la misma parsimonia, meticulosidad y sapiencia de siempre; porque todos le consideran y reconocen como un excelente catedrático y mejor persona. Todavía, si usted lo pregunta hoy, más de medio siglo después, nadie sabrá exponerle las posibles razones que han tenido los seis cafres para acometer semejante fechoría. Tal vez haya sido, como se suele decir, “por hacer una gracia”, que maldita la tiene para el propietario del artilugio de tres ruedas cuando el bedel, León García, se lo ha comunicado hace un rato con todo lujo de detalles; eso sí, salvo los nombres de los autores del estropicio, que la cosa no entra en sus obligaciones y que, por descontado, ya habrá chivatos que los denuncien.
-Señor director, que su biscuter  está en la azotea del Instituto junto a la canal de desagüe, que me lo ha contado doña Pruden, la señora de la limpieza, que ha visto como seis chicos lo subían sin descansar, de un tirón; que, manda cojones... Y usted me dispense la expresión –le ha dicho- que por muy poco que pese un chisme de ésos, sus trescientos cincuenta kilos no hay quien se los quite. ¡Ya ve que putada, don Melquíades, que veremos a ver quien coño lo baja ahora. !  Y perdone usted otra vez mis palabrotas...     

No se puede usted imaginar la cara del director del Instituto cuando ha conocido la noticia: totalmente desencajada y con una mueca que parecía de chiste. Debo decirle, sin embargo, que  no le ha encolerizado un hecho tan lamentable, que se ha quedado mudo varios minutos, sin mediar ni un suspiro, hasta que ha reaccionado de la manera más insospechada:

-Pues ahí se va a quedar... 

Ahora, alguien del claustro, me parece que el profesor de gimnasia o Educación Física -que también la denominan así-, don Paco Sastre, insinúa una fórmula para resolver el problema que, ¡menos mal!, es aceptada por aclamación...

-Hay que dejar  a los chavales una puerta abierta, que ellos mismos recapaciten  y devuelvan el cacharro al lugar donde lo tomaron prestado...

-¡De eso nada. ! –responde la esposa del afectado, doña Consuelo Madurga, quien también es profesora auxiliar, para añadir-  Esos niños son unos animales, que son capaces de bajarlo, sí, pero tirándolo desde la azotea a la calle, que me los conozco muy bien, que deben ser los del barrio de la Pescadería, que he mirado el interior de mi coche, por si faltaba algo, y huele a bacaladillas...      

Todos se miran y, en décimas de segundo, piensan lo mismo en un alarde olfativo de indudable precisión; si bien, descartan enseguida tal posibilidad, “No puede ser... –asevera don Rodrigo Olsen, profesor de Dibujo, de viva voz-... porque doña Consuelo pasa ya de los cincuenta y la cosa parece improbable”.
Lo extraño es que, en la reunión del claustro, nadie ha elevado una protesta por lo del azúcar en el motor de la vespa de don Alfredo; y eso que él estaba también presente. Más de uno, casi con toda seguridad, incluido el propio cura, ha pensado que el hecho estaba mas que justificado, que don Alfredo se pasa de castaño oscuro con el alumnado y que lo del azúcar es poco castigo, que han debido de meterle mierda en el motor, directamente.
Parece una barbaridad y una bordería, pero ha de saber usted, para comprender a todos, qué hace el profesor de Religión cuando un alumno es sorprendido sin poner atención en clase. ¿Se lo digo?  ¡Ya verá..! Sencillamente, le pone un “uno” en su casilla de notas y así, como nunca puntúa por encima del “siete”, ya tiene el chaval un suspenso de media. No le debe de extrañar, pues, que le conozcan, no ya en el Instituto, sino en toda Ciudad Dorada como “Atila”, que no es necesario explicarle por qué. 
Visto lo visto, reconoce ahora Salvador Gabarda ante el Gobernador que encargar a estos alumnos del Instituto unos murales patrióticos sobre la visita de Bracamonte a Ciudad Dorada puede ser tan peligroso como asistir a clase de don Alfredo, que él también la sufrió hace unos años.  
-Tenemos que correr el riesgo –le ha dicho a Mariano-, que tal vez sea un estimulo para los críos y  hasta es posible que lo hagan bien.
Y ahí ha quedado la cosa. El propio Gobernador ha ordenado a Paco Sastre que suprima esta misma tarde la clase de Gimnasia y que hable con su camarada Beltrán Olmedilla, para que, como titular, suspenda también  la de Formación del Espíritu Nacional.
Mariano ha sido muy tajante.
-Os reunís los dos con todos los alumnos mayores en el salón de actos y les explicáis lo del mural; que dediquen todo el fin de semana –ha matizado- a trabajar en equipo, por “escuadras”, que es lo más eficiente; y así sabremos si hay coherencia política de grupo. Les podéis asesorar, pero no quiero  -ha precisado el Gobernador-, nada al dictado. Que los pliegos de cartulina, las pinturas y las  tintas –ha sentenciado para terminar- las aporten el Instituto, que es la mejor manera de implicarlo en esta tarea patriótica... ¿Alguna observación?
Ninguno de los dos profesores, después de mirarse, ha abierto el pico. Paco Sastre, incluso, ha aplaudido la decisión para sus adentros, que no tenía hoy ganas de sacar a los chicos al patio para correr, que hace mucha humedad para que, con su abrigo de siempre y el puro, les marque el paso entre toses y gargajos.
Es la hora del recreo y el director del Instituto, don Melquíades López López, se ha liado un cuarterón y ha subido a la última planta del edificio para darse  una vuelta por el terrado. Quiere comprobar con sus propios ojos el estado de su biscuter, aparcado junto a la canal del desagüe. Como usted ve, abre ahora la portezuela y se dispone a arrancarlo, que quiere verificar el sonido del motor, que -compruébelo- ya ronquea como una moto y sin problemas aparentes.
Durante todo el día don Melquíades ha estado molesto, no tanto por el ascenso forzado de su vehículo hasta la azotea del Instituto como por los calificativos que todos le han atribuido  al coche. Nadie –piensa- le ha llamado biscuter; todos han hablado de “chisme” o  “cacharro”, con el buen resultado que  le ha dado por España y, lo que es más sorprendente, por media Europa; que hasta París, Bruselas y Roma le ha llevado a él y a doña Consuelo sin cambiarle ni una bujía.
Cuando don Melquíades baja las escaleras camino de su despacho le viene a la mente la recomendación de Paco Sastre para solucionar lo del biscuter. Las cosas, muchas veces –medita- se solucionan solas. Ya se lo decía también su padre, don Máximo López, que en gloria esté:
-Deja el problema descansar y ya verás cómo se resuelve por la vía que menos te esperas. Confía en Dios, hijo. Cuando tú no has sido culpable de lo acontecido, de lo que te preocupa, la Providencia le pondrá solución.      
Don Melquíades se ha sentido reconfortado por unos instantes rememorando la fe y bondad que encerraban las palabras de su progenitor, fiel reflejo de sus creencias y maneras de ser, hacer y decir; si bien, no ha podido evitar una consideración puntual que, esta vez sí, la expresa en voz alta... ¡Es que, en este caso, se trata de un coche de tres ruedas que está en el tejado de una casa..!
Con la mente medio bloqueada, como el biscuter junto a la canal de desagüe en la azotea, ha decidido tomarse una caña en el “Sotanillo” para poder atizarse otro cuarterón, que ya no le entra el humo en el cuerpo sin aclarar las tragaderas.
Lo que no sabe el director del Instituto es que, nada más entrar y bajar los ocho escalones, se va a tropezar con Mariano y el resbaloso de Gabarda.
-¡Qué honor, don Mariano! –y  añade- ¡Hola a ti también Salvador!
-¿Qué tal? –le responden los dos al unísono-.
Don Melquíades duda unos instantes si contarles lo del biscuter o ir directamente a lo del concurso de murales, que ya se lo ha hecho saber Paco Sastre antes de salir del Instituto; sin embargo, no le da tiempo a discernir, porque se le adelanta Mariano...
-Amigo Melquíades, ya me he enterado de lo que han hecho los chicos con su cacharro ése... ¿Cómo se llama... ?
 -Biscuter, señor Gobernador. –le contesta, Mariano-
-¡Éso... como se llame! –y agrega- No se preocupe, que todo tiene solución. Ya le he dicho a Paco Sastre que suspenda la clase de gimnasia y se reúna hoy en el Salón de Actos con los alumnos  para preparar el concurso de murales; ahora bien -agrega Mariano-, le he advertido, dado que no van a tener Educación Física, que tengan al menos  un poco de la otra educación  y escoja a los muchachos más fuertes y corpulentos para que le bajen a usted su chisme del terrado a la calle... Y por las escaleras.       
Don Melquíades ha dado de manera efusiva las gracias al Gobernador y, después de invitarle a un ponche –también al resbaloso-, se ha metido entre pecho y espalda su cuarterón y una cerveza; luego, han hablado los tres de los preparativos de la visita de Bracamonte y de lo bien que va a resultar la aportación de los alumnos del Instituto, con sus murales, al evento.
Ya en la calle, don Melquíades no ha podido evitar mirar al cielo y guiñarle un ojo a su señor padre, don Máximo López Entresoto; y ha seguido caminando totalmente seguro de que le ha llegado el guiño y, lo que es más importante, de que se lo ha devuelto.   
 

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