jueves, 7 de febrero de 2013

PUENTE VERDE


Capítulo X

 

De leyendas, suspiros y Fernando de Válor

 

¿Estaba en sus cabales Fernando de Válor cuando decidió llamarse de nuevo Aben Humeya? Tanto quería a Laujar, de niño y  de hombre, que jamás se le pasó por la cabeza que terminaría perdiéndola, allí, por el amor de una mujer; y, además, mora.

A El Zagal ya lo habían echado, no se fue; y ahora sólo vuelve en las noches ventosas del ramadán, para seguir llorando  y lamentando su cobardía por las calles del Humilladero, desiertas y empinadas, sombrías y silenciosas, aterrando a Mariano en la residencia de Ciudad Dorada con el flamear del raso azul  y oro de su capa de rey. Pero Fernando de Válor se quedó y no quiso marcharse. Se opuso a casi todas las imposiciones de la nueva España, unificada y oficial. No admitió que le obligaran a aceptar otras creencias; y mantuvo las suyas sin ocultarse. Se negó a permanecer callado, a no reivindicar sus derechos; y conspiró hasta el final. Y se alzó en armas... Y perdió sin remedio. Sólo fue débil ante los encantos de las mujeres -de todas las mujeres- con  la morisca Zahara al frente como referencia, como el amor de su vida, de su corta y efímera existencia. Y nació así Aben Humeya para la historia de Laujar y de su río, el Andarax, que significa en cristiano “Era de la Vida”.

Y hoy, sin embargo, a cien metros del Andarax, es tarde de muerte con Mariano empujando el féretro de su padre sobre la panza del nicho que usted ve: encalado, hondo y estrecho. Pero también de vida, porque ante los restos de don Tadeo, a Mariano -sin querer o queriendo- le ha salido una plegaria de esperanza. ¿Se ha percatado? 

Ahora se sienta, cabizbajo y aturdido, espeso y abrumado sobre un tronco  inestable. Es el último Urbinovich vivo; y empieza a recordar a sus muertos y a los muertos que les precedieron y que  descansan en el viejo cementerio de más arriba, en la atalaya. Un campo santo borrado del mapa y de la tierra. En él está enterrado, en alguna parte, Fernando de Válor, que reposa sin cabeza, porque se la cortó su primo Aben Aboo; uno de los oficiales moriscos que le ayudaron a levantarse, en Laujar y en todas las Alpujarras, contra un rey cristiano y triste al que llamaban Felipe las gentes de Urcitania, las pocas gentes que quedaron cuando, años antes, Boabdil, el señor del lugar, entregó cuanto tenía a Isabel y Fernando para irse a África.

Todos se fueron a África  -piensa el gobernador con la cabeza inclinada entre las manos-; todos se retiraron llorando y abatidos, como él esta tarde de recuerdos de ayer y de antesdeayer...

-Tú, Gabarda, ¿sabes lo del tesoro de Aben Humeya? Me lo ha contado Javielito, que dice que su abuelo lo tenía medio localizado en su propia casa. Y, ¡ya ves..!  Ha estirado la pata y se ha llevado el secreto a la tumba, que es el mejor sitio –dice mi padre- para guardar un secreto. Pero, tiene que estar ahí, en la casa del viejo; a lo mejor en la bodega o en la cocina de verano. Y que sepas que vamos a por el oro y las piedras preciosas mañana mismo... ¿Te enteras...? Cuando sus padres se vayan a la vendimia... Si te traes un pico del huerto, te dejamos que participes del botín, que creo que hay también perlas negras y joyas, que mejor seis manos que cuatro para encontrarlo.

 

(Ilustración nº 13 - Foto 11 – familia 1950- A toda página)

 

¿Se imagina usted la escena? Mariano y Salvador, dos infantes de doce años con pico y pala al hombro, y muy decididos, camino de la casa de Javielito en busca del tesoro oculto de Aben Humeya... Y no lo hallaron. Tan sólo la mayor paliza de sus cortas existencias y otra más cuando don Tadeo evaluó el desaguisado de la bodega y de la cocina de verano, demolidas literalmente y amontonadas en escombros por todas partes; que allí no intervinieron las palas -que se sepa-, a lo sumo para escudriñar recovecos y golpear Javielito los culos de Mariano y Salvador, que le daban más al pico de arriba que al que tenían entre sus manos.

Todo está en la mente de Mariano, como el pan de aceite que sacaron o robaron de la alacena aquella tarde  y se comieron antes de que llegara de la vendimia don Tadeo. Un pan parecido -tal vez igual- al que gustaba tomar con mantequilla y azúcar a la joven Moraima, la última sultana de Granada que veraneaba en Laujar...

...Y los niños del pueblo, con la boca abierta, sentados en el suelo, rodeando y escuchando las historias de moros y cristianos que contaba y enriquecía con su ingenio el sabio y bueno de don Facundo de Córdoba: un viejo judío solitario que terminó sus días en silencio bajo el Puente Verde, sentado en una gran piedra de la ribera más umbría, con la barbilla sobre su propia papada, sin perder la compostura; pero muerto. Allí se lo encontró el cabo de la guardia civil, Gaspar Buenaventura, un día después de contarle a los niños su última leyenda, o quizás historia, sobre la bella Moraima...

-¡Escuchad, niños..! Tenía el cabello negro como una noche sin Luna, pero estrellado de lentejuelas y de finísimo cristal. Era sultana, sultana de Granada, que viene a ser lo mismo que reina; y siempre venía en verano a Laujar, a la hermosa Alcazaba que había camino del Nacimiento del Andarax... Porque aquí, en nuestro pueblo, guardaba su secreto más secreto: el  amor por  un panadero de Alcolea, joven y rubio, guapo y cristiano. Lo conoció en una sencilla  almazara que poseía su padre. En ella fabricaba el más espeso y amargo aceite de las Alpujarras... El joven se llamaba Esteban de Guzmán; y la todavía doncella Moraima acudía  por las mañanas al vecino pueblo para comprar los tiernos bollos de aceite que amasaba y cocía en la misma almazara la madre del joven cristiano.

Un día, la sultana vio al muchacho cuando éste atizaba el horno; porque, habéis de saber, que Moraima deseaba conocer muy de cerca el proceso de obtención de tan dulce y exquisito pan como el que allí se cocía. La bella sultana se ruborizó al ver a Esteban y él se prendó de ella casi sin darse cuenta. Sólo cruzaron dos palabras o, mejor, dos miradas. A partir de aquél momento supieron que su amor era imposible; les separaba todo un mundo: ella, mora y rica; él, cristiano y humilde. Pero las argucias de Fátima, sirvienta de la joven Moraima, les allanó dificultades. Logró que se encontraran, cada tarde, bajo el Puente Verde. Hasta allí le llevaba  el mozo la última hornada del día. Ella troceaba los bollos con una pequeña cimitarra de plata, untándolos con mantequilla y espolvoreándolos luego de azúcar morena... Hasta que una tarde, el padre de la sultana los sorprendió cuando Esteban daba de beber en sus propias manos a Moraima. Siempre lo hacía de un modo original para aplacar la sed de su amada: lavaba las manos en la corriente del Andarax  y hacía con ellas un cuenco que introducía en los recovecos más cristalinos de la fuente pequeña, la que nace bajo la  higuera que se levanta, abre y enseña sus frutos junto a las zarzas en las que anidan todavía los ruiseñores. Aquella fue la última tarde. Nunca más se vieron, queridos niños. Esteban, dos días después, murió de tristeza junto a las balsicas que todos conocéis...

Y de Moraima nunca más se supo... Contaban los más viejos del lugar, cuando yo era pequeño, que se perdió bajo el Puente Verde y que aún sigue allí, vagando su alma en pena entre las zarzas y los hinojos; porque la han oído y la siguen oyendo... Si bajáis una tarde, en silencio y con mucho cuidado y precaución, es muy posible que escuchéis sus gemidos junto a la fuente pequeña, allí donde Esteban le daba de beber en sus propias manos... Aseguran, incluso, que se percibe cada tarde, a la misma hora en que Moraima y Esteban se veían, un olor a violetas, el perfume que usaba la sultana mora en sus encuentros con el panadero cristiano...

...Y ésta es la historia que no ha terminado.... –concluía don Facundo-.

Y los niños permanecían boquiabiertos, insatisfechos, ansiosos y sentados en el suelo sin moverse; esperando y solicitando la propina verbal del viejo judío...

-Ahora el de la funesta Zahara, don Facundo...

-¡Válgame Dios, niños;  ése es de mayores! –se hacía de rogar el sabio solitario, para luego explayarse-.

-¡Bueno, veamos! Todo empezó mucho antes de “Maríacastaña” y algo después de que Cristóbal Colón descubriera América... –y aprovechaba la oportunidad para explorar la cultura de los niños- ¿Cuándo descubrió América Cristóbal Colón?

Y enseguida, todos a una -con Mariano y el resbaloso a la cabeza- soltaban a gritos, con resonancias más allá del Puente Verde, la frase que pretendía escuchar el vejete...

-¡¡¡El Día de la Raza..., don Facundo!!!

-¡Madre mía! -exclamaba el  laujareño antes de proseguir-. De razas os voy a hablar  yo... ¡Ya veréis..!  La historia de la funesta Zahara, que no es un cuento, -decía siempre- empezó hará unos quinientos años o así. Fue poco mas tarde de que los Reyes Católicos reconquistaran Baza, Guadix y Ciudad Dorada a los moros y a su rey, El Zagal, que  tuvo que refugiarse en nuestro pueblo, mas triste que la una y hecho un zorro y muy apesadumbrado. Tal vez  estuvo aquí un año solamente –les precisaba- y luego se marchó a África, donde murió de pena y angustia, además de ciego y pobre. Pues bien, cuando poco después se rindió Granada, el último rey nazarí también vino a Laujar y estableció su residencia ahí al lado, en El Presidio, en el caserón paralelo al Andarax, muy cerquita de la Fuente de la Reina... Boabdil se llamaba y, como El Zagal, no aguantó mucho entre nosotros y se fue... ¿Cómo lo hizo?  –volvía el viejo sabio a sondear a la chiquillería-.

-Llorando como las niñas... Don Facundo. –respondían a coro-.

Y era cuando el anciano entraba, por fin, en la historia de la funesta Zahara...

-Como estaréis viendo, todos querían quedarse a vivir en nuestro pueblo, donde residían las mozas más guapas de la comarca y donde se pisaba y bebía el mejor vino  de la región. Pero, los muy tontos, terminaban yéndose porque no deseaban hacerse cristianos, que era el empeño enfermizo de un cardenal con mucha nariz y poco olfato, llamado Cisneros. Y he aquí, como quien dice, –e iba ya directamente al grano- que hubo una mora, bastante ligera de cascos y de ropa, que no se quiso ir. La verdad es que le gustaban más los tíos de Laujar  que a vosotros los pestiños y los mantecados. –y volvía a interrogar-... ¿Cómo se llamaba la señorita?

Y la respuesta no se hacía esperar entre los mozalbetes con todo lujo de detalles; amén de ingenio, inventiva y picardía...

-¡¡¡La funesta Zahara, más puta que la parrala!!!    

-¡Válgame el cielo! –exclamaba y se reía don Facundo con la respuesta preconcebida de los chavales, antes de seguir la narración- Y resulta que había un paisano de muy buen ver, oriundo de los omeyas de Córdoba, de nombre Fernando de Válor... ¡ya sabéis! –daba por hecho-... con el acento en la “a”, que si no sería “valor”, de valeroso; pues bien, que se enamoró perdidamente, lo que  es igual  que con la mente perdida, de la joven morita  casquivana... Y por ahí iban haciéndose carantoñas y ¡vaya usted a saber..! Hasta que un buen día, no tan bueno para Fernando, -dejaba muy claro el contratiempo- el padre de Zahara la conminó...        

-¿Qué es conminó, don Facundo? –interrumpía y preguntaba Mariano en todas las versiones de la historia-.

-...Bueno, Marianito, viene a ser como poner a alguien en un atolladero...  

-¿Un qué, don Facundo? 

Y era entonces cuando lo niños de Laujar,  impacientes por la narración interrumpida, arremetían y daban su merecido al pequeño Urbinovich...

-¡Que te calles, maricón!     

Con paciencia y mejor humor, el sabio judío volvía a sonreír y ya no paraba en su historia hasta  el final, acortándola en lo innecesario por más que sabido... 

-Y como quiera que Fernando lo tenía muy claro, accedió a ser comedido con su amada y a dar ejemplo ante nuestros paisanos y forasteros, que eran muchos y muy cotillas; llegando a ser tan querido entre los suyos que le hicieron rey con el nombre de Aben Humeya. ¡Os parece rimbombante o no? –y proseguía- Pues con tal nombre defendió a los moriscos que no quisieron hacerse cristianos y que se resistieron hasta el final en la mezquita de nuestro pueblo, que incendiaron los cristianos con toda la gente dentro... Pero lo peor vino después –continuaba don Facundo con una carga de dramatismo y suspense-, porque a Fernando, que solo tenía 23 años, le traicionó su primo Aben-Aboo, por  ambicioso y mujeriego. Fue una noche de zambra, que es como decir hoy de juerga, a la que había asistido el ya Aben Humeya con su amada Zahara; y, ¡fijaos bien! –enfatizaba- cuando, ya de regreso, estaban en el palacio, irrumpieron los asesinos y les sorprendieron con otra mujer, porque a Fernando –aclaraba- le iba la marcha... Eran dos oficiales de su propio ejército y le cortaron el cuello; así como suena... 

Y buscaba el jolgorio introduciendo una picardía-. Bien le pudieron cortar sólo la “pindolina”, pero no; le rebanaron el pescuezo a la altura de la nuez. Y aquí terminó la historia de Fernando y la funesta Zahara, quien luego –y agregaba una coletilla de su cosecha-  no supo encontrar  los tesoros de su gran amor: unos arcones repletos de oro, alhajas y perlas que, Aben Humeya, estoy seguro –enfatizaba- debió de enterrar personalmente  por algunas de sus casas o bajo el mismo Puente Verde en el que nos encontramos... Pero ésa es otra historia –concluía-  que ya os contaré... Así que, ¡venga! todos a casa...

Y  Mariano, como obedeciendo todavía a don Facundo, se levanta hoy de un árbol cortado y abatido; del tronco inestable sobre el que ha revivido sus recuerdos de juventud bajo el Puente Verde.

-¡Vamos, Bruno! Y no pares hasta llegar a Ciudad Dorada.

 

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