viernes, 8 de febrero de 2013

PUENTE VERDE... Hoy, la fuerza de los sentidos


Capítulo  XI

 

De cómo los olores remueven el pasado


 

Todos los colegios, a cualquier hora, huelen a niño, del mismo modo que todos los portales, a media mañana, huelen a potaje. Estos olores, como es natural, son diferentes en función de las aulas y de las viviendas y, por descontado, de donde se encuentren unas y otras. No espere usted que un colegio de Kinshasa o, mejor, de San Lucas de Barrameda -no sea que me tome por racista-, huelen del mismo modo, porque no es así. Ni que una vivienda de Tel Aviv o, más bien, de Soria -para que no piense que soy judío-, rezuman igual, porque tampoco. Cada aroma en su lugar, almacenadito o bien ventilado, como mejor convenga. Ahora, insisto, con las salvedades que usted quiera: todos los colegios huelen a niño y todos los casas a potaje. 

Y debe ser así, porque los olores no sólo sirven de orientación a todo hijo de vecino, y no digamos si es ciego, sino porque, además, te ponen en marcha los otros sentidos, incluso te modifican rápidamente una actitud o una apetencia. Figúrese, por ejemplo, que llega usted a su casa sin apetito y, al entrar en el portal, le viene una bofetada por las escaleras de judías con chorizo o de lentejas con oreja. ¿Qué hace?  ¿Se queda tan pancho?  Pues lo más seguro es que no. Se da prisa, sube a su casa, abre o llama a la puerta, le da un beso a su señora o a la criada, según la confianza que tenga, y se va derechito a la cocina para destapar la perola. ¿Es o no es así?  Más tarde, si usted quiere, vendrán las sorpresas, los cabreos y las madresmías... Que si no es aquí donde se está cociendo la cosa, que la vecina sí que sabe lo que tiene entre manos, que la culpa es de la madre que te trajo al mundo, que no sabes ni freír un huevo; en fin, todas esas zarandajas domésticas. Y ello viene a cuento porque, de la misma manera que el dinero mueve el presente y el futuro, los olores remueven el pasado. A saber: ya no se encuentran hinojos en Ciudad Dorada y, por tanto, se ha ido perdiendo su sabor dulzón. Si se da una vuelta por las Alpujarras, como acaba de hacer don Mariano en su compañía, y le viene el aroma campestre de esta planta, con sus flores pequeñas y amarillas, está usted recordando ya, pongamos por caso,  las sopas de puchero que le servía su madre o Juanico el de la Venta, un histórico del buen yantar. Y quien habla de hinojos, puede hacerlo también de romero y de comino, que le van como Dios al choto; y no ahora, que ni romero, ni comino, ni choto, que sólo le echan pimienta al cordero viejo y seboso para que ni huela ni sepa a lo que debe y sí a cabra de jaima en Ramadán. Es lo que en cualquier pueblo decente se llama cabronada y no cordero al horno, como tienen la desfachatez de decir por ahí ésas gentuzas a sabiendas de que lo que han puesto en la lumbre es otra bestia muy distinta, en edad y pelaje, al ilustre animal, que no necesita toques de distinción; es decir, especias, para saber como se merece después de muerto. 

Lo que digo no es de mi cosecha, lo piensa el señor Gobernador, porque lo tiene muy claro; y porque, además, presume de olfato, que para un político es imprescindible si desea permanecer a flote. Y don Mariano, por ahora, es como un corcho. Sin embargo, mire lo que le digo: a pesar de que le funcionan muy bien las fosas nasales, no desprecia, para revivir otros tiempos, el influjo de los restantes sentidos, auque no tengan la fuerza recordatoria de que goza el olfato. Por eso suele decir, muy a menudo y con gran desparpajo, que mientras unos olores le vuelven loco, otros le sacan de quicio, le repatean... Y a cualquiera. ¡No te fastidia!

-¡Que la casa sigue oliendo a mierda, coño! ¡Que no quiero que cuando venga Bracamonte parezca la residencia una pocilga!  ¿Te enteras, Bruno? 

Mariano tiene, como le vengo diciendo, sus propias teorías sobre la cualidad de los olores para remover el pasado. Es lo que su compañero de colegio, Salvador Gabarda, denomina, en un contexto más amplio, capacidad de los sentidos para conocer y comunicar. Sobre ello han hablado mucho en sus encontronazos a la puerta del “Sotanillo”,  aunque el gobernador no sabe todavía a ciencia cierta de qué vive quien filosofea con tanto acierto, sentido práctico y observación de la vida, paseando como está todo el día por ahí sin hacer nada aparente.

Para Faustino Salmoral, el que le hace los discursos a Mariano, Salvador Gabarda es un prototipo del joven que se da en todas las ciudades. Asegura también que no siempre son aprovechados, porque suelen ser buenos maestros de la vida, pero también de ceremonias; aspecto que pasa más desapercibido en él, pese al derroche de buena planta que luce. Por tal cúmulo de virtudes, se está pensando Mariano ofrecerle, para tener al enemigo controlado en casa, un cargo en el Gobierno Civil donde pueda alternar la prestancia que le atribuyen con la sapiencia de que presume.

-Estoy contigo en lo del olfato, Mariano, pero debes imaginarte también a un invidente ante el espectáculo de las cataratas de Niágara o frente al escenario del Bolchoi de Moscú. ¿De qué le sirve el olfato al pobre? Como no sea para olerle el sobaquillo a una turista o a la vecina de butaca... ¿Y qué me dices de un sordo en la selva? No podría disfrutar de sus ruidos peculiares y únicos; correría, incluso, el riesgo de ser devorado por una fiera en un medio tan hostil, donde el oído puede salvarle la vida. Tampoco tendría nada que hacer ante una orquesta sinfónica, por mucho olfato e imaginación que tuviera el individuo.

A Mariano le da lo mismo que le argumenten lo contrario a lo que piensa, porque siempre asentirá con la boca pequeña.

-¡Que tienes razón Salvador! Pero el olfato es el más importante de los sentidos para remover el pasado.

-Y las tripas... ¡No te jode!  Como si el olfato te sirviera para palparle las tetas a una mulata en Río de Janeiro... Cualquier sentido, Mariano, es mucho más importante que el olfato. Incluso el gusto es fundamental; aunque, como dice el chascarrillo: desde que se inventaron los piensos compuestos y el bidé, ni el jamón sabe a jamón  ni lo otro sabe a lo que tiene que saber.

-¡Te estás pasando de la raya, Salvador!

-Es que, entiéndelo Mariano, con eso de ser gobernador quieres hacernos comulgar con ruedas de molino. Las sensaciones, ya sean del pasado, del presente y, si me apuras, del futuro, nos llegan por la comunicación y se captan con todos los sentidos y no con uno sólo. El olfato puede hacer que recuerdes los hinojos de tu pueblo, pero es la vista la que trabaja y la que pone en marcha todo lo demás. Lo que ocurre es que eres un sentimental... Y me parece muy bien...

-¡No me entiendes!

-¡Claro que te entiendo!  La comunicación, que nos entra por cualquiera de los sentidos, pone en marcha otros mecanismos de la persona, los más complejos, que son los sentimientos; y para ti, el olor de los hinojos o del tomillo te lleva a la infancia. ¡Te estás haciendo viejo, Mariano!  Tienes que salir más, para sentirte rebelde, intolerante, cachondo... Para que los otros sentidos se despierten en ti... ¡Que los tienes dormidos, cojones!    

-Ahora, el que imparte doctrina pareces ser tú...

-Está visto que no vamos a salir de aquí, Mariano. Te digo que sólo vives de los recuerdos, que tienes una desorientación de caballo... Que, como dice Ortega, -y perdona la petulancia- no sabes lo que te pasa, y eso es precisamente lo que te pasa... Tienes que romper la rutina del despacho, del carajillo de todas las mañanas, de sentarte en el sillón para recordar el tiempo pasado, que siempre fue mucho peor; y, últimamente, de pensar a todas horas en Bracamonte, que no se lo merece, que te vas a volver loco; que muchos paisanos de aquí, sin ser rojos, le llaman “su excremencia”.

Y estas escenas, en plena calle y haciendo corrillo, un par de veces a la semana. ¿Lo entiende usted? Les cuesta ceder para encontrar un punto de equilibrio. Nada fácil, porque Mariano es un nostálgico que rebosa pesimismo y Salvador un vitalista que enciende pasiones. Dos tipos antagónicos que podrían entenderse muy bien y limar, con el roce diario, sus diferencias por defecto y por exceso. El que uno sea tan maricón y el otro tan mujeriego, podría enriquecer, además, el  “tándem”, si me permite la palabra latina para expresar el trabajo en equipo o la amistad compartida. Creo que sería mucho más divertido para todos que así fuera; incluso para usted, que se pasa el día apoyado y medio transpuesto en ésa falsa columna.

¿Por qué no se da usted una vuelta por El Parque?

Seguro que a estas horas el olor de la pescadería habrá cambiado de dirección con el viento, que  a media mañana no hay quien lo soporte, que ahí  si que el sentido del olfato está de más, por mucho que se empeñe el gobernador en buscarle raíces menos putrefactas y más profundas.

¿Qué pensará Mariano del tufillo que se deja sentir más acá de La Barraquilla, la tasca de moda, los días de levante?  Desde luego, la primera impresión para el viajero que llega a Ciudad Dorada por ésa dirección, carretera o como quiera usted llamarle, no puede ser más nefasta. ¡Menudo reclamo! 

A mí, si le digo la verdad, los olores me molestan casi todos. No hay nada tan horripilante como el perfume que desprenden las viudas con manguito. Yo creo que lo hacen adrede, que se rocían antes de salir, para molestar, para que no se les acerque nadie.  Y bueno, ya es el colmo si te cae una al lado en la butaca de un cine o en el banco de una iglesia; te puede dar algo allí mismo, que llevan la esencia encima pensando que son los demás quienes huelen a demonios; cuando, a lo mejor, lo que tratan de enmascarar es su propia falta de higiene, que prefieren el chanel  ése a una buena ducha.

¡Hay que fastidiarse con los olores y los recuerdos que traen!

Yo no sé a usted; pero a mí, el único olor  que me hace vibrar, que me pone a cien por hora y me transporta al edén, es el del pan. Una buena hogaza recién salida del horno, crujiente, con sus grietas humeando todavía, me corta la respiración... Lo mismo que los bollos blancos para rellenar y freír... ¿Qué quiere que le diga?  Y no me remueve el pasado, que aún siguen amasando y cociendo estas delicadezas en las panaderías de El Cañón o de la Plaza Flores, ahí al lado, donde Salvador Gabarda se compra todas las mañanas su barrita para comerla a palo seco, que es como mejor sabe el buen pan.

-María dele también un bollito al señor, para que ponga a prueba su sentido del gusto... ¿Y tú, Mariano... ¿Cuándo dices que empiezo a trabajar en el Gobierno Civil?

A Mariano lo que le ocurre es que se le debe de haber agudizado el olfato por la pérdida progresiva de los otros sentidos. ¡Y es que le espantan! Parece que es consustancial a su pesimismo y desconfianza. Si pone usted atención, su lenguaje está lleno de expresiones como éstas: a palabras necias, oídos sordos; tocar eso me da dentera; esto no hay quien se lo trague... Un repertorio que, sin embargo, podría tener su antónimo, frases más positivas y optimistas que jamás le escuchará usted. ¿Acaso le ha oído decir, por ejemplo: esto es una maravilla; hay que verlo para creerlo; me he quedado mudo; qué rico está todo; o, esto es la repanocha? ¡Seguro que no! Las sensaciones de aceptación, regocijo y sorpresa parecen no tener ya nada que ver con él, se han esfumado. Es un poco muermo, como le decía su madre –que Dios la haya perdonado-, sin saber el significado real de tal palabra.

Mariano, por no tener, creo que ya no tiene ni sensibilidad. Yo diría, incluso, que hasta ha dejado de ser maricón.

 

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