sábado, 9 de febrero de 2013

PUENTE VERDE


Capítulo XII

 

De las enfermedades imaginarias de Mariano


 

A Mariano le gusta palparse las carótidas para comprobar que sigue vivo. Pone el dedito regordete sobre su cuello, alzando y retorciendo la mano izquierda, como si fuera a rascarse el cogote, y luego presiona lentamente buscando el latido, que no siempre localiza al primer intento para su desesperación y desasosiego.  Suele hacerlo, incluso, en público, convencido de  que no le miran; un error, ya que el reojo de todo el mundo está pendiente  de su pulgar y de sus pavores cuando no encuentra la arteria. A veces, se va del cuello a la muñeca para trastear el pulso, que es ahí donde más lo tiene a mano y mejor puede disimular una operación que tampoco pasa desapercibida.

-¿Qué, don Mariano, se la encuentra usted hoy o no da con ella?

Claro que esta impertinencia siempre le llega de Salvador Gabarda, que no le pasa una. La tentación, sin embargo, es mayor cuando se quita los calcetines por la noche. Entonces, cruza las piernas sentado en la cama y observa sus tobillos alternativamente. Si bajo la piel no se produce una protuberancia rítmica, ahí va Mariano con el pulgar para ver qué pasa. Suele aprovechar la maniobra para cerciorarse también de que la temperatura de sus pinreles es la adecuada, que para eso se lo enseñó Santiago Roncillas, el cardiólogo de la Residencia, que ya se toma a cachondeo las visitas a casa del Gobernador.

-Usted tranquilo, don Mariano, que está como una rosa. A su edad, si una mañana se levanta y no le duele nada es que se ha muerto... Hágame caso, no  se observe tanto y fíese menos de los médicos. Eso otro de las venillas en las piernas es de la circulación de retorno. No le dé mayor importancia, fume menos cuarterones y ponga, cada vez que pueda, los pies en alto; y camine, que es muy saludable.

Las aclaraciones de los galenos se las podían meter por el culo. Al menos, es lo que piensa Mariano; porque, lo de las venillas, él ya lo tenía catalogado y asumido como algo natural; tal vez por la transparencia de su piel, blanca hasta dar asco, y no por lo del retorno de la sangre, que sólo de pensar que se le mueve por el cuerpo le da grima y se pone a morir. Mariano no sabe por qué es así, pero está convencido de que le viene de lejos. El terror a morirse le va a matar cualquier día. Y sus colaboradores y amigos empiezan a cansarse de que no tenga, en privado, otro tema de conversación que no esté relacionado con su hipocondría. Cuando pasea, por ejemplo, con Paquito López de Pedro -otro que pierde aceite y a quien conoce desde la infancia- Mariano se va parando en todas las boticas y tiendas de ortopedia para ver las novedades en fármacos y prótesis. ¡Como si no tuviera ya bastante con las revistas médicas que le llegan al gobierno civil por suscripción!  Espera estos panfletos sanitarios con la misma ansiedad que, años antes, el último tebeo de hadas en el quiosco de la esquina; pues, ha de saber usted  que no le gustaban los del FBI, por violentos y panfletarios, y sí  a los chicos de su pandilla, que querían ser agentes de la cosa o, al menos, obtener del editor la insignia plateada de espías a cambio de cinco sellos de una peseta. Ahora, si algún mes se retrasa la revista médica, monta un pollo en su secretaría.

-¡La tiene que tener alguien, mostrenco! ¿Has mirado en el despacho del oficial mayor, que es asmático y diabético?

Mariano está casi convencido de que el primer brote de hipocondría le viene de cuando murió el padre de Arturito Ramos, otro infante de Capileira que vivía en su misma calle. Don Segundo Ramos Matamoros, que así se llamaba, se murió de repente. Estaba corrigiendo unos ejercicios de aritmética, porque era maestro de escuela, y le dio “un pampurrio”, como le explicó luego la criada al forense y a la guardia civil, que también se personó. La familia expuso el cadáver en el  salón de estar,  situado en el piso bajo de una casa de dos plantas; y, como hacía calor porque era verano, abrieron los postigos de par en par. Aquella noche, por turno riguroso para no dar el cante, los niños del barrio fueron a ver el fiambre de don Segundo instigados por el propio Arturito, a quien su madre, doña Josefa Espartero Guijarro, largó de la vivienda para evitar el  mal trago a la criatura, que no podía ni llorar de la impresión, la tristeza y el ahogo. Mariano fue uno de los últimos en asomarse a las rejas para ver al difunto que, por higiene, lo habían colocado en su caja de pino junto a la ventana. Fue tremendo el impacto de aquella visión. Tenía don Segundo muy mala cara y dos algodoncitos en los orificios de la nariz. Un pañuelo blanco y trenzado le bordeaba el rostro pasando por la barbilla, para terminar en lazo sobre la cabeza. Arturito le explicó a sus amigos que así no abriría la boca, aunque pocos entendieron que un difunto pudiera permitirse semejante atrevimiento.

Mariano permaneció algo más de dos minutos contemplando el cuerpo sin vida del maestro de Capileira. Era el primer muerto que veía y se prometió que sería el último. Días más tarde, el sustituto de don Segundo en la escuela, Inocencio Martínez Riquelme, le explicó a los chavales que no somos nadie y que todos estamos aquí de paso. Y comenzó por el final... 

-Tenéis que saber, porque es ley de vida, que los muertos de los cadáveres humanos son, principalmente, los difuntos...

A Mariano no se le ha borrado de la mente la imagen de don Segundo, tieso y acerado con una vela. Piensa, por tanto, que su hipocondría es un trauma de la infancia, que le atenaza y no le deja vivir; pero no se ha decidido todavía a visitar al psiquiatra, que esto si que le podía perjudicar como Gobernador. Lo del cardiólogo y el de medicina interna es normal, pues ha de estar en forma para regir los destinos de la provincia; ahora bien, ir al loquero, como él  llama a don Matías Taramundi Bengoechea, el médico del manicomio, es otro cantar y cosa impensable.

-¡Sólo me faltaba -piensa Mariano- ir al loquero a pocos días de la llegada de Bracamonte! ¡Qué disparate!

Sin embargo, es la visita del dictador el asunto que ahora le trae por la calle de la amargura. Se le han acelerado los pulsos y va por ahí como una moto.    

-Te va a dar algo, Mariano -le ha dicho hoy Salvador Gabarda en el Sotanillo-, y entonces sí que la vamos a cagar. Debes transmitir serenidad a tus subordinados, que ésos sí que están nerviosos; pero tú, con la experiencia que tienes -intenta convencerle-, has de afrontar el trago sin que se te mueva un músculo de la cara, que semejante cosa queda para los indecisos y los faltos de confianza en sí mismos. Deberías ponerte a dieta estos días, porque los nervios te hacen comer demasiado y tienes una ligera congestión que no me gusta nada.

-¿De qué coño de congestión hablas? -salta Mariano como un cohete-.

-Pues de la que se asoma a tu cara -le responde Salvador Gabarda, para añadir-; no me vayas a contar ahora que los colores que luces son del maquillaje o de la menopausia...

-Te podías meter los comentarios donde te quepan -sentencia Mariano, increpándole luego-. Eres un ser  negativo y despreciable. Lo único que buscas es cabrearme para que pierda los nervios, ahora que tanto necesito controlarlos. Deberías estar a mi lado, en estos momentos, y aportar algo positivo para que todo salga bien; impertinente, que eres un impertinente.

 

(Ilustración nº 14 - Foto 13 – Residencia Mariano- A toda página)

 

Mariano sale del Sotanillo sólo y acelera el paso para que nadie le alcance camino del Gobierno Civil. Cuando sube las escaleras, a cinco metros ya de su despacho, se detiene en el rellano para mirarse en el espejo. Su rostro está, ciertamente, congestionado y enrojecido, como le acaba de decir Salvador Gabarda, y termina de subir los escalones con el pulgar en la carótida. Ya en  el despacho, llama a su secretario, Cándido Maturana, para que resuelva lo que acaba de decidir.

-Llama al matasanos ése de Santiago Roncillas y dile que se venga pitando con todos los aparejos, que me siento muy mal y me va a dar algo.

A Mariano no le va a dar nada, aunque nunca se sabe; pero necesita al galeno para que le ponga las pilas. Presiente que esta noche, de no cambiar impresiones con el cardiólogo, va a tener un ataque de terror. Si compartiera techo y cama con alguien -piensa siempre Mariano en estas ocasiones-, la cosa sería diferente, más llevadera; pero, cuando se retira por las noches a su habitación, mal acompañado consigo mismo, presiente que no va a haber otro mañana para él, que de ésta no pasa y habrá, por tanto, esquela con su nombre en el periódico; y, eso sí, pomposo funeral con falsos discursos de elogio.

No se mueva usted ahora de la falsa columna y observe la mirada perdida del Gobernador. Aunque parezca meditar, le está dando vueltas a lo mismo. Ya verá lo que tarda en abrir el cajón y sacar la revista médica, que este mes se ocupa de las diarreas estivales...  

¿No se lo decía? Ahí lo tiene. Y lo peor es que cree tener todos los síntomas que el investigador describe en su trabajo. Es más, suele detenerse Mariano en aquellas observaciones que apuntan la posibilidad, aunque remota, de que una simple cagalera de verano puede confundirse con un cáncer de colon galopante e irreversible. Ya lo tiene él, si ha ido hoy más de dos veces al servicio. Ahora se palpará el vientre e irá al cuarto de baño para enseñarle la lengua al espejo, que es otra de sus rutinas diarias.

¡Para que contarle a usted la que armó un día después de tomarse un polo de fresa! Estaba convencido de que el color de sus papilas tenía un origen gangrenoso y, por tanto, fatal. Sólo el médico de cabecera, Alfredo Borregón, le puso las cosas en su sitio. 

-¿Y si en vez de un polo de fresa hubiera sido de menta?  Déjese de pamplinas, don Mariano, que nos va a enterrar a todos.             

 

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