sábado, 2 de febrero de 2013

"PUENTE VERDE"


Capítulo  IV

 

De las cebolletas y otros sujetos resbalosos


 

La calle del Teatro Principal está sembrada de adoquines que parecen crecer allí donde más se estanca el agua de la regadora. De tal suerte que los carros se descuajeringan al pasar; y, si son los de la basura, más todavía, porque los tablones verdes que configuran su esqueleto no dan para muchos trotes. Tenga cuidado, pues, de pisar con tiento, no sea que vaya a patinar sobre la primera cebolleta que se tropiece. Algunas son muy traicioneras y resbalosas, como las mujeres, y tienen capas finísimas de telilla que apenas se ven cuando están ya incrustadas entre los bloques de granito. 

Don Facundo Colmenares, el de la papelería de Santo Domingo, se rompió la crisma un viernes por la tarde al no fijarse bien en ésas telillas de las cebolletas. Cuando se lo llevaron a la Casa de Socorro para ponerle unas lañas, el médico de guardia, Paco Rebolledo, a punto estuvo de perder la conciencia al verle en semejante guisa: brotando la sangre de las sienes a porrillos.

-¡Qué barbaridad, Facundo! ¿Cómo te lo has hecho?

-Me he roto la crisma, Paquito, al cruzar la calle. Las malditas cebolletas de siempre...

Facundo Colmenares -como puede usted ver- tenía muy claro dos cosas: que los adoquines resbalaban por las cebolletas y que todo golpe en la cabeza era como dárselo en la mismísima crisma. Lo primero podía ser discutible, pero lo de la crisma lo tenía muy claro. Figúrese si lo sabía, que una mañana tuvo que restregarle a don Eusebio Povedano, el fiscal -después de insultarle- un libro de Pérez Galdós que hablaba de la crisma. Era la prueba para que el togado se enfundara su incultura donde le cupiera. Una historia aparentemente inverosímil -pero cierta- que empezó más o menos como le voy a contar.

 

(Ilustración nº 5 -  Foto 4 – Papelería – A toda página)

 

Había entrado un niño a comprar una goma y dio un traspié en el escalón de la papelería. Fue entonces cuando Facundo le puso un duro con un pañuelo  para contenerle el chichón, mientras la criatura gritaba como un gorrino.

-Has estado a punto de romperte la crisma por no mirar.

Don Eusebio, que había nacido en Valladolid con el siglo y se consideraba, por tal casualidad, un humanista, no daba crédito a semejante expresión.

-Ajuste su vocabulario a la Real Academia, mi querido amigo, que para eso tiene usted una papelería.

Facundo no lo pudo evitar. Le llegó la impertinencia del fiscal como una pedrada en el ojo; y le puso en trance de embestirle a ciegas. Aquella mañana, además, le regurgitaban todavía los tejeringos con chocolate que le había preparado de desayuno doña Clotilde, su esposa; así que explotó.

-No me cago en su padre por si soy yo, don Eusebio.

¡Qué borde! ¿Verdad? Parece un contrasentido decirle tamaña ocurrencia y hablarle de usted a la vez. Pero no quedó ahí la cosa. Le sobró tiempo a Facundo para restregarle por las narices los Episodios Nacionales de don Benito.

-Lea, lea, majadero. Se va usted a tragar todo lo que dijo; o de lo contrario voy a ser yo quien le rompa la crisma.

¿Qué le parece?  Fue aquí mismo, a dos metros de donde usted se encuentra. ¡Y no le pasó nada! Todo un fiscal  y tuvo que tragarse el insulto entero al no conseguir testigos. Cuando lo contó después en el Casino, entre socarrón  e indignado, sólo obtuvo risitas de los contertulios; porque, la verdad,  don Eusebio –pensaron todos- no se merecía otra cosa, por chulo y peligroso.

Tire la colilla ahora y no se me distraiga que sale el gobernador de la barbería. Si no le pierde de vista, va a tener usted la oportunidad de conocer a un sujeto o individuo mucho más resbaloso que las cebolletas y las mujeres. Mariano trata de esquivarlo siempre. Está seguro de que sabe lo suyo con Gasparito Expósito y procura –como le digo- evitarlo; incluso, cruzarse con él, aunque pocas veces lo consigue. Se siente perseguido por todas las calles de Ciudad Dorada como una mosca cojonera, pertinaz e impertinente, que le viene al burro por el pelo de abajo; que se agarra y no se suelta. Mariano teme que un día se chive y lo cuente todo; que vaya diciendo por ahí que la primera autoridad de la provincia es maricón, que se lo hacía con el tonto del pueblo bajo el Puente Verde. Pues ha de saber usted que el resbaloso veraneaba en las Alpujarras cuando Gasparito sucumbió entre los matorrales ante las artimañas del futuro gobernador. En Laujar le contaron algunas cosas; simples migajas para lo que más tarde descubrió sin que nadie le ayudara. 

Se llama Salvador Gabarda y lo de resbaloso le viene también por su afición y apego a las mujeres. Siempre dice que éstas se mueren del primer amor y el hombre del último; por eso sigue buscando, enamoradizo y reincidente, sin reparar demasiado en la carga discriminatoria que encierra lo que pregona. Es como un don Juan de poca monta, con la reputación marcada, más de lo debido; y con historias atribuidas que ya le hubiera gustado vivir. Suele estar  donde menos se le espera: en un bar, detrás de usted en la cola de un cine, sentado en el último banco de una iglesia, a la vuelta de la esquina... a cualquier hora. 

-¡Hombre, Mariano, qué casualidad!

A Salvador Gabarda lo terminó de conocer Mariano en el colegio de los frailes con lechero. El futuro gobernador y el resbaloso compartieron curso durante tres años y no congeniaron. Ambos se incorporaron a clase en el mes de octubre, cuando las moreras de La Rambla, de hojas ovales y frutos verdosos, dormitaban ya en el umbral del otoño; encorvadas, aparentemente secas, a puntode recibir cada mañana, como un rocío esperpéntico y ácido, el orín de los alumnos madrugadores. Allí estaban también Mariano y Salvador, chorra en mano, a ver quien llegaba más lejos con la primera micción del día, calentita y humeante, dirigida hacia el tronco de los árboles de la seda; partiendo de ésos otros gusanos, aún vírgenes y embraguetados,  con vocación de mangueras.

Aquél sí que fue un buen encuentro inocente y casual y no el que se dispone a presenciar usted ahora.

-¿Qué haces tú por aquí, Salvador ?

-Tomaba el pulso a la calle, Mariano.

Sin pestañear, pegue ahora la oreja al caballero resbaloso porque le va a soltar al gobernador  lo que éste se temía. . .

-¿Quién podía imaginar que aquél raquítico alpujarreño y un poco marión iba a llegar tan alto?

¿Ha visto usted? Esto le pasa a Mariano por no afeitarse en casa, por salir a la calle en horas de oficina y frecuentar los andurriales que deambula a sus anchas Salvador Gabarda. Como si no lo supiera, como si no estuviera enterado, por sus propios ojitos, del terreno que pisa. Y para colmo, empieza a ser sospechosa la vieja manía de ponerse en manos del peluquero Braulio, "el Palmeras", que pierde aceite por todas partes. ¿Es que no hay más barberías en la ciudad? Cualquier día le va a costar un disgusto; porque el barbero, mientras le soba -que no se le puede llamar de otra manera a lo que él denomina “masajes faciales”- le mira el paquete y le narra historietas de su etapa gaditana. Algunas son bastante oscuras e inquietantes, que nada aportan al buen gusto y decoro, y que, además, ponen en entredicho, no ya la masculinidad del fígaro, con las tijeras que se le caen, sino la del propio gobernador, que se le empieza a notar demasiado el asunto entre los muchos clientes que aguardan, fuman, cuchichean y escupen.  

¡No sé como va a salir Mariano del lance tendido por Salvador Gabarda! Si le entra al trapo como un miura, lo puede lamentar; porque es lo que busca el resbaloso.  

-Eres como el Guadiana, Salvador, que apareces cuando menos se te espera. ¿Qué tal te va?   

-No también como a ti, por lo que veo.¿Me figuro que estarás en capilla? Por cierto... –cuestiona Gabarda-¿Sabías que Orestes Expósito, el ayudante de campo de Bracamonte, es hermano de Gasparito Expósito?

 Se veía venir. Cuando el resbaloso se ha puesto en jarras, podía esperarse cualquier cosa. Y encima ya está en escena, como todas las mañanas, la gitana Encarnación con su churumbel. Se detiene en cualquier corro, escucha, abre los ojos como alucinada y, mientras el niño moquea, te toca varias veces en el brazo. No se puede usted hacer idea de lo nervioso que se pone  Mariano cuando le palpa. 

-¿Te la digo, resalao?

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